Nos acercamos a la oración probablemente
llenos de tribulaciones, de ese ruido interior que el mundo externo nos
trasmite. La experiencia nos ha enseñado una y otra vez que el amigo con el que nos vamos a encontrar, es “Aquel
al que los vientos y el mar obedecen”, esperamos de una forma más o menos
consciente la dádiva de la paz. Esa serenidad que nos da el don de discernir lo
verdaderamente importante de lo accesorio. El salmo que nos presenta la
liturgia de hoy expresa en palabras estos sentimientos: El Señor está
cerca de los atribulados.
El Señor se
enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. ¡Cuánta paz
nos quita la ofensa que no se olvida!. Años y años rehuyendo el
encuentro con aquel que un día nos ofendió, por dentro el corazón buscando la
venganza y si alguna vez se produjera, nos volvería a dejar insatisfecho.
Cuando uno grita,
el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. Como en la escena de la
tempestad y la barca, el oleaje de la vida nos lleva a temer el naufragio.
Creemos que el sueño del Señor es tan profundo que se ha olvidado de nosotros.
Para despertarle, solo hay que “gritar” en el tono adecuado, el susurro del
humilde es un grito que el Señor nunca desprecia. Este es el grito del
publicano que volvió justificado: “¡Oh Dios!, ten compasión de mí que soy
un pecador”. El Señor para despertarse no necesita muchas palabras: “No
tienen vino”. E incluso no necesita ninguna: “Nada pido, nada
rechazo. Dios sabe que existo” (Juan XXIII).
El Evangelio de hoy
tiene una frase que nos llama la atención: “Después que sus parientes se
marcharon a la fiesta, entonces subió él también, no abiertamente, sino a
escondidas”. Una vez más Jesús cumple con las tradiciones judías,
peregrinando al templo cuando corresponde, pero esta vez lo hace medio a
escondidas y nos preguntamos. ¿Por qué esa discreción?
Satanás en su
soberbia, ha intentado sacar al Hijo de Dios de la voluntad del Padre. Lo
intentó primero con fariseos y saduceos, alegando que ni Él, ni sus discípulos,
cumplían con el precepto. En las últimas lecturas litúrgicas han aparecido las
tentaciones a los más cercanos (parientes y discípulos). Estas tienen dos
claves interrelacionadas: la mundanidad del Reino de Dios y la posición de cada
uno en ese Reino. Tentaciones que se han ido repitiendo una y otra vez en la
historia de la Iglesia. Hemos visto a la madre de Santiago y Juan intentar
colocar en un buen sitio a sus hijos, hemos visto los recelos de los otros
discípulos. El querer subir los parientes con Él, tiene la misma motivación.
Parientes y
discípulos presienten que se acerca la hora. Va a llegar el tiempo de la
manifestación plena del Hijo de Dios. Los parientes en este pasaje, quieren
estar cerca de Jesús. “Si es proclamado rey y yo estoy a su lado, algo pillaré”
piensan estos.
El demonio, que no
para de enredar, les ha presentado a unos y otros la ilusión de un reino
temporal. Un reino que no precisa la cruz para ser proclamado. Jesús por el
contrario, recalcará la cruz como camino necesario. A los más cercanos les
infundirá una fuerza especial en el Tabor, mostrándoles la meta final de ese
itinerario: la Resurrección.
La desilusión
llegará a todos en la hora definitiva. En la hora del prendimiento huirán todos
y Pedro le negará. Que conozcamos, solo uno transformará la desilusión en
desesperación. Quizás Judas fue el primero en captar cuál era la
naturaleza del Reino que Jesús predicaba. No quiso “despertar” al maestro con
sus dudas y decidió resolver por sí mismo, al margen de Dios.
Podemos concluir
estas reflexiones con un coloquio con el Señor. San Ignacio nos lo precisa: “el
coloquio se hace, propiamente hablando, así como un amigo habla a otro, o un
siervo a su señor: cuándo pidiendo alguna gracia, cuándo culpándose por algún
mal hecho, cuándo comunicando sus cosas y queriendo consejo en ellas. Y decir
un Pater noster” (Ejercicios Espirituales).