8 marzo 2015. Domingo de la tercera semana de Cuaresma (Ciclo B) – Puntos de oración

Primera lectura: El libro del Éxodo va subrayando que es Dios quien tiene la iniciativa de liberar de Egipto a su pueblo y de hacer con él una alianza: se trata de formar un pueblo de hombres libres que sirvan y reconozcan la soberanía de Yahvè.
De ahí que el decálogo se inicie con esta afirmación de DIOS COMO ÚNICO SEÑOR DEL PUEBLO. Israel será plenamente él mismo en la medida en que sirva únicamente a Yahvé y supere las tentaciones de hacerse o de adorar a cualquier otro dios hecho según la medida de las necesidades humanas. Y al mismo tiempo, las primeras palabras son una afirmación de la PRESENCIA DE DIOS EN EL PUEBLO ("Yo soy") y en su historia.
Yahvé es el Señor del tiempo y de la historia, es el Señor creador y libertador. El sábado hace vivir al pueblo en comunión con Dios, en el gozo de pertenecer a él que se significa con el descanso de todas las ocupaciones, un descanso que no afecta solamente a los hijos de Israel, sino también a sus esclavos y a sus ganados, como signo de que es la creación entera la que pertenece a Dios.
     Y Yahvé es Señor también de la vida. De ahí que Él mismo sea llamado "Padre". El respeto a la vida empieza por el respeto a los padres que, a semejanza de Dios, son los transmisores de esta vida e incide en aquellos puntos que se consideraban imprescindibles para que todos pudieran vivir dignamente, puesto que atentar contra los bienes de los demás es privarlos de lo que les es esencial para su vida.
Salmo: Así como el mundo sólo se ilumina y vive mediante el sol, el hombre se desarrolla y  alcanza la plenitud de su vida mediante la "ley", que es "vida de Dios", "pensamiento de  Dios", "querer de Dios" entre los hombres. Las dos partes de este salmo están profundamente ligadas: ¡aquel que hace las leyes  "físicas" del mundo es el mismo que hace las leyes "morales" del hombre!
Mediante este salmo, entramos en contacto con el alma de Israel, aferrada a la ley divina  (la Torah) mediante un amor ardiente y sincero. La admirable evocación del cosmos que  "habla" a quienes saben mirarlo (El universo, los cielos, las estrellas, el sol), es sólo una  introducción a esta afirmación increíble: Dios ha "hablado" a un pueblo... y le ha "revelado"  sus pensamientos sobre la humanidad. Para un judío fervoroso, la ley, lejos de ser una  traba minuciosa, una regla legalista y formalista, es un verdadero "don de Dios". Al revelar al  hombre la ley de su ser, Dios hace Alianza con él, para ayudarlo en sus comportamientos  vitales: como el sol que "desposa la tierra" para darle vida, en el don de la ley hay algo así  como la alegría de las nupcias, ¡es un misterio nupcial! La letanía de "cualidades" atribuidas  a la ley recuerda las cualidades que se dan los enamorados. La mitad de estas cualidades  es "objetiva", pues definen la ley en sí misma: es perfecta... segura... recta.. límpida... pura...  justa... La otra mitad es "subjetiva", ya que enumera los efectos de esta ley en el hombre: da  vida... da sabiduría... alegra el corazón... ilumina los ojos...
Segunda lectura: Pablo no se cansa de repetir en sus cartas que LA SALVACIÓN ES FRUTO DE LA INICIATIVA DE DIOS. Lo que el hombre busca es la propia seguridad, exigir condiciones para poder aceptar la salvación de Dios: para los judíos se tratará de los signos o milagros que garanticen la acción divina; y, para los griegos, la revelación de Dios debería ser algo que satisficiera a la inteligencia humana.
El Mesías crucificado choca tanto con los primeros como con los segundos, porque la obra de la salvación no parte de la iniciativa humana, y la predicación del Evangelio se enfrenta con estas pretensiones. Pero en el hecho de que tanto algunos judíos como paganos se abran a la salvación, Pablo descubre la sabiduría y el poder salvador de Dios, que se da a conocer precisamente en Cristo crucificado, que para los hombres podría parecer una debilidad y un absurdo.
Evangelio: La lectura evangélica contiene dos referencias a la Pascua: "se acercaba la Pascua de los judíos" (v. 13); "cuando resucitó de entre los muertos" (v. 23). Este último versículo nos da, además, la perspectiva desde la que se interpreta el significado y el alcance del gesto de Jesús.
La denuncia de los abusos que se cometían en el templo y las exigencias del culto verdadero es algo frecuente en los profetas; así Jeremías acusa a los sacerdotes de tratarlo como "una cueva de ladrones" (cf. 7. 11), al tiempo que profetiza su destrucción.
El libro de Zacarías termina anunciando que "el día del Señor" la ciudad entera de Jerusalén será santa y que no se verán mercancías en el templo. Los que presenciaron el gesto de Jesús podían ver en él, por tanto, un signo profético e incluso mesiánico.
Pero debemos afirmar que la intención de Jesús no era simplemente la de purificar el templo (de hecho, los cambistas y los vendedores de animales para los sacrificios eran necesarios), sino que su intención era la de SUPRIMIR EL TEMPLO SUSTITUYÉNDOLO POR EL "TEMPLO DE SU CUERPO". Para la teología de Juan, efectivamente, el templo es Jesús resucitado: "Templo no vi ninguno, porque es su templo el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero" (cf. Ap 21. 22).
La postura de Jesús ante el templo y cuanto esta institución significaba es una de las causas más importantes -más próxima en los sinópticos, más remota según el evangelio de Juan- que provocan la muerte de Jesús. El propio evangelista lo insinúa al decir que los discípulos se acordaron del salmo 69. 10, cuyo versículo entero reza así: "el celo de tu casa me devora y las afrentas con que te afrentan caen sobre mí".
La reacción de los judíos es exigir a Jesús un "signo", es decir, una prueba divina que lo acredite.      El templo tenía el sentido de significar la presencia de Dios en medio del pueblo; ahora esta presencia de Dios se manifiesta de un modo mucho más pleno en Jesús. Los judíos lo matarán porque supone un peligro para su templo. Jesús les da el SIGNO DE SU MUERTE Y RESURRECCIÓN, QUE ES LA MÁXIMA MANIFESTACIÓN DE LA GLORIA DE DIOS, de su amor y de su entrega a los hombres. De hecho, la muerte de Jesús no va a significar la destrucción de la presencia de Dios entre los hombres a través de Él, sino la supresión de cualquier otro templo que no sea el cuerpo glorioso del Resucitado, santuario en el que habita la plenitud del Espíritu Santo.
Los últimos versículos nos introducen al diálogo con Nicodemo  y nos presentan a este hombre como uno de los que creyeron en Jesús durante su estancia en Jerusalén. A causa de los signos, muchos se adhieren a Jesús o creen en su nombre. Pero Jesús no les corresponde dándoles su confianza, porque la fe en Él debe ser algo más profundo que la admiración producida por los signos.
Oración final:

Dios todopoderoso, que derramaste el Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en oración con María, la Madre de Jesús, concédenos, por intercesión de la Virgen, entregarnos fielmente a tu servicio y proclamar la gloria de tu nombre con testimonio de palabra y de vida. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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