De Abelardo de Armas, Meditaciones de Cuaresma y Semana Santa
“TODO ESTÁ CUMPLIDO” (Jn 19, 30)
Aunque estas fueron las últimas palabras de Jesús en la cruz, no pienses que en ellas acabó todo, porque su amor por ti no acabó. Sólo acabaron sus padecimientos. Esta es doctrina de san Juan de Ávila y es tan dulce y provechosa al alma, que la expongo como tema de reflexión.
Si la apetencia mayor del corazón humano, está en amar y ser amado, nada puede satisfacer esta tendencia como Jesús crucificado. Jesús en la cruz hiere de tal manera nuestro corazón que no deja en él parte en que no penetre su amor:
«No solamente la cruz, mas la misma figura que en ella tienes nos llama dulcemente a amor. La cabeza tienes inclinada para oírnos y darnos besos de paz, con lo cual convidas a los culpados. Los brazos tienes tendidos para abrazarnos. Las manos agujereadas para darnos tus bienes, el costado abierto para recibirnos en tus entrañas, los pies enclavados para esperarnos y para nunca poderte apartar de nosotros.
De manera que, mirándote, Señor, en la cruz, todo cuanto vieren mis ojos, todo convida a amor: el madero, la figura y el misterio, las heridas de tu cuerpo, Y sobre todo, el amor interior me da voces que te ame y nunca te olvide mi corazón» (Tratado del Amor de Dios, 14).
Fíjate bien: Ha dicho el amor interior. El que no se ve. Porque si es verdad que padeció, más amó que padeció. Y más amor le quemaba por dentro que el que exteriorizaba en sus llagas. Llagas y heridas que son como labios de múltiples bocas que te gritan: ¡Te amo! ¡Es por ti, mi pequeña criatura!
¿Cómo no encenderse en amor? ¿Cómo puede fallar nuestra confianza?
«Cuán firmes son los estribos de nuestro amor. Y no lo son menos los de nuestra esperanza. Tú nos amas, buen Jesús, porque tu Padre te lo mandó, y tu Padre nos perdona porque tú se lo suplicas. De mirar tú su corazón y voluntad resulta me amas a mí, porque así lo pide tu obediencia. Y de mirar Él tus sufrimientos y heridas procede mi perdón y salud, porque así lo piden tus méritos. ¡Miraos siempre, Padre e Hijo, miraos siempre sin cesar porque así obre mi salud!» (id, 15).
Ahí tenemos declaradas por un santo las causas del amor que Jesús nos tiene. No nace este amor de mirar lo que hay en el hombre sino de mirar a Dios Padre. Y así también, si Dios nos tiene prometidos tantos bienes a los hombres, no es por los hombres sino por Jesús. Un Jesús que aunque ha subido a los cielos no nos tiene olvidados, pues no se puede amar y olvidar a un mismo tiempo. Y Él te amó y se entregó a la muerte y muerte de cruz por ti.
¡Madre Nuestra Santa María! Tus ojos para mirarle. Tus oídos para escucharle. Tu corazón para amarle. Y dame paz y tiempos de silencio para contemplarle. La dulce contemplación de un Dios crucificado.
¡Oh mi Jesús crucificado! Que me acuerde de ti, que te conozca a ti, que te ame a ti, en todo, en todos, siempre.