Seguramente estamos, todavía, conmocionados por la escucha del relato continuo de la Pasión del evangelista san Marcos, que se ha proclamado el pasado domingo de Ramos. Es presumiblemente el primer relato de la Pasión y destaca su sobriedad en la narración y la impresionante verosimilitud de lo sucedido. Parece salido de la mano de un cronista del Jerusalén de entonces, no de la de un discípulo de Jesús, a tenor de la objetividad y “neutralidad” con la que se cuentan los hechos.
Debemos fijarnos en el extraordinario silencio de Jesús, el manso Cordero de Dios. Y en su terrible desamparo y soledad completa, ni siquiera su Madre aparece citada.
Jesús habla al Padre en Getsemaní. Se pone en sus manos en medio de una tormenta interior furiosa que lo anega en angustia y tristeza de muerte. Jesús está solo: sus discípulos duermen y callan –no saben qué responder- cuando el Maestro busca en ellos el consuelo del amigo. Y el dulce Jesús no les echa en cara su flojera, sino que les estimula a confiar en Dios o lo que es lo mismo a poner toda su confianza en la oración, no en sus propias fuerzas.
Jesús se deja besar por Judas, sin decir nada ni protestar ante tamaña traición. En cambio a sus apresadores les indica el porqué de su comportamiento: “Es preciso que se cumplan las Escrituras”; toda su vida y su muerte son para que se cumpla la voluntad salvadora de Dios.
Jesús únicamente responde al sumo sacerdote para proclamar su identidad trascendente de Mesías e Hijo de Dios, sólo habla para ser fiel a la verdad y condenarse. A partir de entonces, un aluvión de insultos, escupitajos y golpes llueven sobre Él.
¿Por qué tanto desprecio incomprensible y tanta violencia injustificada ante un hombre humilde y sincero? ¿Por qué Pedro, el renegado, habla más que Jesús en el resto de la Pasión? ¿Por qué Jesús calla siempre y sólo asiente de nuevo ante Pilato para reafirmar su identidad de Mesías? ¿Por qué Jesús crucificado, que se ha proclamado Mesías e Hijo de Dios, reconoce, ante la avalancha de vituperios y gritos blasfemos de los sacerdotes y transeúntes, su soledad y “fracaso” cuando reza el salmo 22: “Dios mío, por qué me has abandonado”?
Jesús desasistido de todos: De su Padre, de su Madre, de Pedro, de los discípulos, ¿por qué? ¿Era necesario abajarse tanto, humillarse hasta una muerte violenta en medio del odio más acerbo y la soledad infinita, al borde la náusea y la nada?
¡Cuánto griterío humano salvaje se estrella contra el silencio de Jesús! ¡Cuánta violencia irracional queda al descubierto, desnudada en su injusticia, ante la mansedumbre de Jesús crucificado!
Y pensar que este evangelio habla de mí: Es mi pecado y la maldad que anida en mi interior y la maldad que se acumula en la humanidad, de la que también soy copartícipe y solidario, las que tratan así a Jesús.
Pero Jesús reina desde la cruz, porque sólo un Amor verdadero y sobrehumano puede dar razón de este modo de sufrir, de este silencio y de esta aceptación de tanto dolor y muerte. Por eso Jesús proclama su victoria con un “fuerte grito” a la hora de morir. En ese amor también nosotros queremos vivir y morir.