Estamos ya concluyendo la Cuaresma y,
tras este periodo de purificación, nos resulta muy fácil ponernos en la
presencia amorosa de Dios para nuestra oración cotidiana.
Como es sábado, día dedicado especialmente
a María, nos agarramos a su mano para que nos conduzca por este camino de
conocimiento y amor que es la meditación.
Los textos de la liturgia de este día
nos esponjan el corazón y nos dan claves certeras de la relación del hombre con
Dios.
El profeta Ezequiel nos dice que Dios nos
congrega, nos hace uno. Rompe la dispersión en
la que vivimos como personas y como comunidad de creyentes. Nos libra de
nuestros pecados y nos constituye en pueblo suyo.
Se compromete a ser nuestro Dios.
De esta realidad consoladora y
gratificante brotan ideas que podemos considerar en lo íntimo de nuestro
corazón:
·
No es buena la dispersión, la
disgregación, el vivir cada uno a nuestro aire. No nos hace bien.
·
Dios nos hace un solo pueblo, una
comunidad, una familia: La Iglesia. Esto nos recoge en un hogar donde se sanan
nuestras heridas.
·
Nos libra de nuestros pecados, que son
los que nos llevan a la independencia y autodeterminación, a realizarnos al
margen de nuestro Dios. ¡Siempre el afán de autonomía! “Seréis como dioses”
·
Él mismo se nos ofrece como centro, como
aglutinador, o sea, como nuestro Dios.
·
Desde esta realidad podemos caminar ya
según los mandatos y preceptos del Señor.
·
Esta alianza entre Dios y nosotros es
estable y para siempre. ¡Qué seguridad, qué confianza nos da esta certeza!
Todo esto lo vemos resumido y hecho
visible en la acción de Jesús en el Evangelio: “Este hombre hace muchos signos,
si lo dejamos seguir, todos creerán en él”.
Pues este es nuestro deseo como fruto de
la oración: que todos crean y sigan a Jesucristo.
Y esta es nuestra petición final: que
todos lleguemos a formar un solo rebaño bajo un solo Pastor.