El salmo que nos presenta la liturgia de
este día es un canto a Jerusalén, que no solo representa la ciudad celeste,
sino también la ciudad terrena, en medio de la cual se desarrollan nuestras
vidas. Y por ello traemos a nuestra consideración aquellas palabras de Jesús a
sus discípulos: “Permaneced en la ciudad, hasta que seáis revestidos con la
fuerza que viene de lo alto… Los discípulos volvieron a Jerusalén con gran
alegría” (Lc 24, 49).
Es en la ciudad donde nuestra vocación
laical nos ha colocado, y de donde “no nos es lícito desertar” (Carta a
Diogneto). Es ahí, en medio de la ciudad, donde recibiremos la luz y la
fortaleza de lo Alto. En Jerusalén, la ciudad de las tres culturas, símbolo de
cualquiera de las ciudades o pueblos en los que nosotros, los bautizados,
habitamos siendo para todos el alma invisible de un cuerpo material y
visible.
Permanecer en la ciudad. Y puedo huir de
ella no sólo alojándome en parajes extraños o solitarios, sino renunciando al
trato social, renunciando a anudar lazos de amistad con cuantos me rodean,
renunciando a aportar a familiares, vecinos y compañeros aquello que llevo en
mi interior y da sentido a mi vida.
Reto, por otra parte, de estar inmersos
en la ciudad, pero sin ser conquistado por sus atractivos, por sus reclamos a
ser “uno más”, mero juguete de pasiones, marioneta de poderes económicos,
políticos o ambientales.
Así descubriremos, como Jacob, que
«Verdaderamente Dios estaba en este lugar y yo no me di cuenta. ¡Es nada menos
que la Casa de Dios y Puerta del Cielo!»” (Gen 28, 16).