3 septiembre 2017. Domingo XXII del Tiempo Ordinario (Ciclo A) – Puntos de oración

En la primera lectura, llama la atención el contraste que nos presenta Jeremías.
Por una parte “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir” y por otra, “No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre”. Parece que, en los momentos de bajón, adolecemos del entusiasmo, las ganas y las fuerzas para continuar con nuestras tareas.  A renglón seguido, el profeta constata “pero ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía”.
Ese enamoramiento de Jesús, en tiempo de consolación, nos resulta clave para futuras crisis. El amor a él, encerrado en nuestros corazones, es ese fuego ardiente que ya no podremos contener, aunque quisiéramos, cuando estamos sin luz ni fuerzas. Ya somos posesión suya.
Se dice muy pronto, pero, experimentar que, a causa suya, podemos, como le pasó a Jeremías, llegar a ser el hazmerreír todo el día o que todos se burlen de mí, cambia la cosa bastante. Nos estamos refiriendo a dar la cara por Jesús, el Evangelio, la Iglesia, etcétera. El profeta lo manifiesta con estas palabras; siempre que hablo tengo que gritar: «Violencia», proclamando: «Destrucción».
Nos propone, el Salmo 62, cuatro pautas para ser/estar fuertes en tiempo de desolación:
- Alimentar deseos: ¡Oh Dios, por ti madrugo… mi alma tiene sed de ti!
- Cultivar la oración: ¡Cómo te contemplaba en el santuario!
- Afirmar propósitos: Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote
   - Siempre necesitaré: Estar unidos y sostenidos por Él, “Mi alma está unida a ti y tu diestra me sostiene”
S. Pablo en la 2ª lectura, nos hace una síntesis preciosa. Tras ofrecer nuestras vidas al Señor y estar atentos a no ser contagiados por una mentalidad contraria al evangelio, dice que debemos ser capaces de discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.
Todo queda resumido y aclarado en el evangelio de Mateo 16, 21.
De hecho, nos muestra a Jesús con una determinación admirable de ir a Jerusalén (la cruz). Asimismo, la exigencia clara de que, si quiero seguirle, dice; “que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. No es opcional, pero sí es una obligación de amor, “intentaba contenerlo y no podía”, nos decía antes Jeremías.
Pretender apartar a Jesús, o a nosotros mismos, de este planteamiento, es motivo de un reproche fenomenal suyo: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.». Palabras tremendas que fustigan la imagen distorsionada que me he hecho de Jesús o, dicho de otro modo, de lo que debe ser mi vida.
Aceptar la/s cruz/ces, en palabras del Señor, va a aportarme:
“pensar como Dios”;    ¿Puedo aspirar a algo superior?
“ir con Él”; ¿Acaso prefiero ir por otro camino, pero sin Jesús?
“encontrará su vida”.
Encontrar, ¿qué? Paz, fuerza, alegría, consuelo, ser su apoyo.
“el Padre pagará…” El que nos pague con más o menos amor “en la casa de mi padre hay muchas estancias”. ¿Cuánto cerca quiero estar, por toda la eternidad, de Jesús, del Amor y del mismo Padre?

Porque es María, causa de tu alegría / porque se hizo pequeña / la que es madre de Dios / Y en abajarse / y hacerse pobre esclava / la gran lección te daba / de amar la humillación”. Estrofa esta de Abelardo en su canción “para vivir la santidad”. A la Madre acudimos llenos de confianza y pedimos, con grandes deseos, que nos haga amar algo tan costoso para nuestro natural, como es la cruz.

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