En la primera lectura, llama la atención el contraste que nos presenta Jeremías.
Por una parte “Me sedujiste, Señor, y
me dejé seducir” y por otra, “No me acordaré de él, no hablaré más
en su nombre”. Parece que, en los momentos de bajón, adolecemos del
entusiasmo, las ganas y las fuerzas para continuar con nuestras tareas. A
renglón seguido, el profeta constata “pero ella era en mis entrañas fuego ardiente,
encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía”.
Ese enamoramiento de Jesús, en tiempo de
consolación, nos resulta clave para futuras crisis. El amor a él, encerrado en
nuestros corazones, es ese fuego ardiente que ya no podremos
contener, aunque quisiéramos, cuando estamos sin luz ni fuerzas. Ya somos
posesión suya.
Se dice muy pronto, pero, experimentar
que, a causa suya, podemos, como le pasó a Jeremías, llegar a ser el hazmerreír
todo el día o que todos se burlen de mí, cambia la cosa
bastante. Nos estamos refiriendo a dar la cara por Jesús, el Evangelio, la
Iglesia, etcétera. El profeta lo manifiesta con estas palabras; siempre que
hablo tengo que gritar: «Violencia», proclamando: «Destrucción».
Nos propone, el Salmo 62,
cuatro pautas para ser/estar fuertes en tiempo de desolación:
- Alimentar deseos: ¡Oh Dios, por ti
madrugo… mi alma tiene sed de ti!
- Cultivar la oración: ¡Cómo te
contemplaba en el santuario!
- Afirmar propósitos: Toda mi vida te
bendeciré y alzaré las manos invocándote
- Siempre necesitaré: Estar
unidos y sostenidos por Él, “Mi alma está unida a ti y tu diestra me sostiene”
S. Pablo en la 2ª lectura,
nos hace una síntesis preciosa. Tras ofrecer nuestras vidas al Señor y estar
atentos a no ser contagiados por una mentalidad contraria al evangelio, dice
que debemos ser capaces de discernir lo que es la voluntad de Dios, lo
bueno, lo que le agrada, lo perfecto.
Todo queda resumido y aclarado en
el evangelio de Mateo 16, 21.
De hecho, nos muestra a Jesús con una
determinación admirable de ir a Jerusalén (la cruz). Asimismo, la exigencia
clara de que, si quiero seguirle, dice; “que se niegue a sí mismo, que
cargue con su cruz y me siga”. No es opcional, pero sí es una
obligación de amor, “intentaba contenerlo y no podía”, nos decía
antes Jeremías.
Pretender apartar a Jesús, o a nosotros
mismos, de este planteamiento, es motivo de un reproche fenomenal suyo: «Quítate
de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no
como Dios.». Palabras tremendas que fustigan la imagen distorsionada
que me he hecho de Jesús o, dicho de otro modo, de lo que debe ser mi vida.
Aceptar la/s cruz/ces, en palabras del
Señor, va a aportarme:
- “pensar como Dios”;
¿Puedo aspirar a algo superior?
- “ir con Él”; ¿Acaso
prefiero ir por otro camino, pero sin Jesús?
- “encontrará su vida”.
Encontrar, ¿qué? Paz, fuerza, alegría,
consuelo, ser su apoyo.
- “el Padre pagará…” El que
nos pague con más o menos amor “en la casa de mi padre hay muchas estancias”.
¿Cuánto cerca quiero estar, por toda la eternidad, de Jesús, del Amor y del
mismo Padre?
“Porque es María, causa de tu alegría
/ porque se hizo pequeña / la que es madre de Dios / Y en abajarse / y hacerse
pobre esclava / la gran lección te daba / de amar la humillación”. Estrofa
esta de Abelardo en su canción “para vivir la santidad”. A la Madre acudimos
llenos de confianza y pedimos, con grandes deseos, que nos haga amar algo tan
costoso para nuestro natural, como es la cruz.