Preparamos nuestro corazón para el
encuentro con Jesús, invocando al Espíritu Santo, repitiendo pausadamente las
invocaciones: “Ven Espíritu Santo”, “ven dulce huésped del alma”.
Pedimos ayuda a la Madre: “Madre, tus
ojos para mirarle, tus oídos para escucharle, tu corazón para
amarle”. No nos olvidamos de san José, nuestro maestro de
oración. Le invocamos: “san José enséñanos a orar, cuida de nuestra
perseverancia”.
Hacemos la composición de lugar,
viendo con nuestra imaginación a Jesús rodeado de mucha gente en un monte, el
Maestro empieza a pensar que llevan tiempo sin comer y deberían tomar algo
antes de marcharse.
En las dos primeras lecturas,
encontramos a los hombres olvidándose de Dios y sustituyéndole por becerros de
oro. En el evangelio, sin embargo, encontramos un Dios que está pendiente de
los hombres, interviniendo en la historia, no para algo espectacular,
grandioso, llamativo. Dios va a intervenir en la historia de una gente
sencilla, para utilizar su poder y darles de comer. Como la hierbecita que
todas las mañanas recibe la gota de rocío, así nuestro Señor está pendiente de
la necesidad de quien le sigue.
Este pan que el Señor manda repartir,
es un anticipo de su “pan de vida”. Como ocurría cuando recibían el
“maná” de Moisés, pasado un tiempo los judíos volverán a tener hambre. Jesús
aprovechará este momento para hablar a continuación del auténtico “pan”. “Yo
soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no
tendrá sed jamás”. (Jn.6,35). Jesús se está dando a sí mismo para
saciar el hambre que no desaparece con el alimento físico, es ese “hambre” que
está en el interior de cada hombre, es un anhelo constitutivo de su
naturaleza. “Nos hiciste para ti Señor y nuestro corazón está
inquieto hasta que en ti descansa” (san Agustín).
Hagamos balance de nuestro rato de
oración y agradezcamos al Señor el “pan de vida” que cada día podemos recibir
de alimento.