Con que sencillez nos narra el
Evangelio de hoy la “Cuaresma” que vivió Cristo antes de comenzar su vida
pública. “El Espíritu empujó”: nosotros también somos empujados a entrar en
Cuaresma. Después de la Navidad estábamos embarcados en la tarea de recuperar
el ritmo cotidiano de trabajo, escuela (nuestra o de nuestros hijos),
obligaciones, etc. y cuando llevábamos unas pocas semanas de normalidad,
absorbidos por las miles de preocupaciones diarias, el Señor nos interrumpe
para reclamarnos que dejemos todo eso a un lado para poner el centro en Él.
¡Pero si me pilla a contrapié!, podríamos decir nosotros. La Cuaresma siempre
llega como por sorpresa, en medio de lo cotidiano reclama su espacio asediado
por otras muchas llamadas. Y siempre cuesta oír su voz. Pero el Espíritu
empuja, y lo hace a través de la Iglesia, su privilegiado altavoz. En este
caso, a través del ritmo del calendario litúrgico, del mensaje del Papa, de la
predicación de nuestros pastores. El Espíritu siempre habla a través de la
Iglesia. ¿Y a qué nos empuja el Espíritu? Para eso hay que ver el Evangelio de
hoy, seleccionado para la ocasión por su sirvienta, la Iglesia. El Espíritu nos
empuja en esta Cuaresma a centrar la mirada en Jesús. Jesús, la “segunda”
palabra del Evangelio de hoy.
El Espíritu también empuja a Jesús, a
la Segunda Persona de la Trinidad hecha hombre. Le conduce al desierto −tercera
palabra−. Lo que nos dice este pasaje es: Jesús, desierto,
tentado, entre alimañas, servido por ángeles. Un sencillo esquema. Y una
invitación: mírale. Recrea tú la escena. Deja que tu imaginación vuele alentada
por el Espíritu para mirarle solo a Él. A Él que se prepara para entregarse por
ti, primero mediante la Palabra en su predicación pública y, finalmente, en la
Cruz, su Vida. La Cuaresma es preparación para el encuentro con Él en su Pasión
y Resurrección. En su máxima tristeza y en su máxima alegría. Por eso, hoy
somos invitados a mirarle, a mirarle solo a Él, a pesar de las muchas
distracciones. Porque su imagen y su mirada nos purifican. Porque su imagen y
su mirada nos hacen iguales a Él.