Lo primero que me viene a la cabeza
cuando oigo 17 de febrero es Abelardo. Cuántos recuerdos de tantas
celebraciones de su cumpleaños. Cuántos recuerdos de vivencias con él. Cuánto
le debo. Me viene a la memoria su imagen actual, su mirada que sin palabras
dice mucho y me llena de paz. Cuántas veces me animo a la cruzada y cuántas
veces le dije que no y sin embargo a pesar de todas mis miserias, cruzado soy.
Y esa es mi dicha y mi alegría.
Y desde la alegría de estar al lado del Señor, de sentir su
cercanía, de ver su luz desde tantas oscuridades donde muchas veces me hallo;
de sentirme discípulo suyo, colaborador suyo, desde aquí quiero enfocar estos
puntos. Que delicia poder saborear el amor del Señor, de sentirme huerto bien
regado, un manantial de aguas que no engañan, que me sacian y que llevo al
mundo. Pues bien, este debe ser el fruto de ir caminando en la
cuaresma, de ir poniendo más los ojos en Él que en las cosas, de hacer silencio
sonoro, de dejar más espacio para que Él penetre nuestros corazones. La
cuaresma es la gran ayuda que nuestra madre la Iglesia nos pone para poder
gozar de la presencia del Señor a tope, para ensanchar nuestra capacidad de
poderle gozar. Porque uno se deja de tantas tonterías que nos presenta el mundo
y nos distraen de la verdadera alegría que es Él mismo. Nos conduce
a las alturas de la libertad, desde donde podemos contemplar e ir al mundo. Nos
capacita para seguir la Verdad.
Y desde esa libertad que nos libera del dinero, como a Leví,
de nuestras pasiones, poder tener la soltura, la agilidad de correr rápidamente
tras su llamada, sin entretenernos con nada, para poder disfrutar de su
banquete.