En estos días estamos escuchando en la Eucaristía las lecturas del
primer libro de los Reyes, donde se nos cuentan diversos episodios de la vida
del rey Salomón. Hoy, concretamente, se nos narra el castigo de Salomón por
haber desviado su corazón del Señor: su reino será disgregado, hecho jirones y
entregado a un siervo. Al final de sus días, siendo ya anciano,
desvió su corazón tras otros dioses a los que adoró y ofreció sacrificios. Su
pecado era mayor que el cometido por su padre, puesto que el mismo Dios se le
había aparecido dos veces y se le había comunicado directamente dándole
instrucciones concretas para que no fuese en pos de otros dioses. Las
atenciones y bendiciones para con él, la predilección y amistad del Señor con
Salomón, fueron traicionadas. Su corazón, nos dice la escritura, no fue por
entero del Señor, como lo había sido el de su padre David.
Es verdad que el rey David también fue un pecador,
que cometió crímenes horrendos y pecados contra el Señor, pero era un hombre de
corazón humilde que supo arrepentirse de sus muchos errores. Al contrario que a
Salomón, el Señor se le comunicaba por medio de terceras personas, a través de
sus profetas, que actuaban de intermediarios divinos.
Me parece muy llamativo las veces que el Señor
corrigió y amonestó a David por medio de los profetas Samuel, Natán, Gad… Cada
vez que David, presa de sus pasiones y debilidades se apartaba de la voluntad
de Dios, era reprendido por uno de sus profetas. Como un corazón humilde que
era, lejos de sublevarse o revolverse contra Dios o el instrumento de Dios, que
era el profeta, reconocía su pecado y procuraba enmendarse.
¡Qué
ejemplo de humildad en todo un rey! ¡Qué lejos estamos nosotros de aceptar como
venidas de Dios las correcciones que se nos hacen! ¡Cómo nos cuesta reconocer
nuestros errores! ¡Cómo nos cuesta ver en el otro la mano de Dios que nos
amonesta y corrige! David fue capaz de reconocer sus errores y pedir perdón.
Esa fue su gloria y su salvación.
Que también nosotros sepamos reconocer con humildad
la presencia de Dios en aquellos que nos corrigen, aunque en ocasiones suponga
una humillación. Si sabemos acéptalo como el Rey David, nuestro corazón, aunque
con pecado, será un foco de humidad que atraerá la misericordia del Señor.