“Señor guíame con tu justicia”. Esta petición del salmo me recuerda aquella otra de
Salomón, que pidió ser justo antes que rico: “Dame ahora sabiduría y
ciencia, para presentarme delante de este pueblo”. Dios le
contesta a Salomón: “…No pediste riquezas, bienes o gloria, ni la vida de
los que te quieren mal, ni pediste muchos días, sino que has pedido para ti la
sabiduría y ciencia para gobernar a mi pueblo, sobre el cual te he puesto por
rey, sabiduría y ciencia te son dadas; y también te daré riquezas, bienes y
gloria, como nunca tuvieron los reyes que han sido antes de ti, ni tendrán los
que vengan después de ti”. (1R.10.12). Qué hermosa reflexión para un
gobernante, dicho sea de paso. Lo que nos importa a nosotros en el
día de hoy, es que las lecturas de la misa giran en torno a la idea de la “justicia
de Dios”.
La justicia de Dios nos la presenta
Pablo, como quien la ejerce con autoridad, sin concesiones ni debilidades, pero
al final, su objetivo es recuperar a la persona, no la condena de la misma.” Humanamente
quedará destrozado, pero así la persona se salvará en el día del Señor”.
El Evangelio nos muestra a Jesús
curando en sábado, a un hombre con parálisis en una mano. Cristo está en los
oficios sinagogales, seguramente explicando su doctrina, lo que le permite
mejor el hacer la pregunta que dirige a los “escribas y fariseos”, que lo
espiaban para ver si curaba a un enfermo.
La respuesta de Cristo, que “conocía
los pensamientos de ellos”, fue hacer el milagro. Para ello le haría salir
al medio de la sinagoga, seguramente delante de los primeros puestos que
ocupaban los fariseos, y le hace una pregunta de contrastes muy oriental: “Si
es lícito hacer el bien o mal en sábado, salvar un alma o dejarla perderse”. Aquí
“alma” significa persona, vida.
La curación fue la respuesta a un
silencio. Es un sábado y Jesús hace un trabajo no permitido, pone por delante
la persona a la norma. Ese es el sentido de la ley, la justicia, la norma: la
persona por encima de la letra. Se trata de rescatar a la persona, no de
condenarla.
La consecuencia que sacaron los “escribas
y fariseos” fue la confabulación para prender a Cristo.
Hubo un tiempo en la Iglesia, donde
una herejía adquirió mucha fuerza. Se llamó el “donatismo”. Los donatistas
pensaban que la Iglesia era solo para la gente pura, sin pecado. Llegaron a
decir que el sacramento solo era válido, cuando el sacerdote que lo
administraba no tenía pecado. Hubo un santo, de nombre Agustín, que les rebatió
comentando que el sacramento era válido por sí mismo, por la gracia que Dios
nos trasfiere. Los donatistas se les derroto teóricamente en la Asamblea de
Cartago, año 411, pero queda mucho donatismo en nuestro
corazón.
Acabemos estas
reflexiones con un coloquio con Jesús. San Ignacio nos lo precisa: “el coloquio
se hace, propiamente hablando, así como un amigo habla a otro, o un siervo a su
señor: cuándo pidiendo alguna gracia, cuándo culpándose por algún mal hecho,
cuándo comunicando sus cosas y queriendo consejo en ellas. Y decir un Pater
noster”. Hoy no debemos dejar de pedir la gracia, de saber ser
justo con las personas cercanas, sin rigideces, y que la caridad sea nuestra
norma suprema.