“La palabra de Dios es
acendrada” “Lámpara es tu palabra para mis pasos”. “Tu palabra es eterna”.
La escucha de la Palabra de Dios nos introduce a cada uno en
el coloquio con el Señor. Es la base del alimento
espiritual de todo cristiano. ¡Shemá Israel! Pon tu nombre y siente que eres tú
el invitado, el privilegiado, el elegido.
Escucha y Palabra. Escuchamos a
Dios que nos habla para salvarnos, para comunicarnos su vida en abundancia.
Su Palabra no solo está escrita para ser leída, sino más bien
para ser recibida en nosotros, en la realidad de nuestras vidas. Como el
cristianismo no es una “religión del Libro”, sino más bien de la palabra de
Dios, del Verbo encarnado y vivo. No es una simple lectura, sino
más bien una escucha profunda y asidua.
Así pues, tomemos el tiempo para hacer silencio cada día
para escuchar lo que el Señor dice, lo que Él me dice, lo que dice a
cada uno de nosotros.
Esta relación con Él es el pilar de toda nuestra vida
espiritual, y en consecuencia, de nuestra vida apostólica. La palabra de Dios
no es un monólogo, Dios espera de nosotros que le respondamos por amor,
poniendo en práctica su palabra.
¿Qué le diré? ¡Más estimo yo las palabras de tu boca!
En un mundo saturado de palabrería que gozo el poder tener
para mí una palabra viva y eficaz, una palabra que transforma, que renueva, que
impulsa, que envía, que sana.
Señor, me fío de tu palabra, me fio de Ti. Cada minuto del
día de hoy que sea un eco de esa palabra que me dices, que me susurras, que me
regalas. Que la pueda repetir incansablemente en mi corazón, que el Espíritu
Santo la haga vida en mí, que otros puedan oírla porque la ven encarnada en mis
obras y en mis palabras, en mis gestos y en mi sonrisa, en mi dolor y en mi
alegría.
Es mi manera de hacer visible el Reino desde la pequeñez y la
sencillez, desde la confianza y el abandono en tus manos, como Ella, como la
Virgen en la que la Palabra se hizo carne.
Vuelvo a leer tu palabra, y, ¿con cuál me quedo?
Puedo ponerla en mi mesa, en mi cartera, en mi pantalla… Esa
palabra habita entre nosotros.
«Esta es
la Iglesia, que va nadando con los malos peces en la red del Señor, separada de
ellos por el corazón y las costumbres, para poder presentarse a su Esposo llena
de gloria, sin mancha ni arruga. Ella espera la separación corporal en la playa
del mar, es decir, en el fin de los tiempos, corrigiendo a los que puede,
tolerando a los que no puede corregir; mas no abandona la unidad de los buenos
en razón de los malos que no puede corregir.» (San Agustín, Carta 93,10,34)