Durante
la octava de Pascua celebramos cada día la resurrección del Señor Jesús, como
lo hacemos cada domingo del año. Es el acontecimiento salvífico más importante
de nuestra fe. Por eso, el mensaje del evangelio de este día: ¡alegraos! ¡no
queráis temer! Y también la misión ¡id a mis hermanos!
Es
digno de consideración la segunda parte del evangelio de hoy en que se trata de
neutralizar el acontecimiento que celebramos. No interesa tanto la verdad
cuanto el statu quo, el miedo al cambio, el asumir una realidad desconcertante.
La resurrección de Jesucristo inaugura una nueva realidad en el mundo, un
cambio radical: la creatividad del amor de Dios hace una nueva creación a la
que el hombre es llamado a participar mediante la fe, esperanza y caridad que
trasfiguran la propia existencia.
“Todo
lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los
Apóstoles -y a Pedro en particular- en la construcción de la era nueva que
comenzó en la mañana de la Pascua” (Catecismo de la Iglesia Católica 642)
Dada su
naturaleza, yo diría que en cada momento de la historia somos llamados a
renovar nuestra incorporación a esa nueva era; es decir, no se trata de una
realidad pasada que caducó, sino de una realidad a la que nos podemos y debemos
incorporar, siempre de nuevo, en cada momento de nuestra existencia. Hoy Jesús
resucita para mí. Resucitó, resucito, resucitaré, ¡aleluya!