Entramos en la Semana de Pasión.
Así se llamaba a esta semana que precede a la Semana Santa, con el Viernes de
Dolores, para entrar en el Domingo de Ramos. El viernes pasado celebramos a san
José del que estamos celebrando un año jubilar convocado por su Santidad
Francisco; ya le había introducido en el canon de la Misa de forma obligatoria
y se celebra el CL aniversario de la proclamación como protector de la Iglesia
Universal al que ha dedicado una carta muy propia de su misión en la
Iglesia.
El domingo —en las lecturas del
ciclo A— contemplábamos la Resurrección de Lázaro con la confesión de Marta a
la pregunta que Jesús le hace, y si cree: “Yo soy la resurrección y la vida: el
que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá para siempre”. Y Marta responde: “Sí
Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir
al mundo”.
Esta pregunta nos la formula
Jesús a cada uno en la oración de cada día y tenemos que darle la misma
respuesta o parecida, como se la dan otros como Pedro, Tomás, el Centurión, …
La riqueza de los textos de las
lecturas de estos días es tal que arrancan a la conversión a todos los que se
acercan a leerlos con fe: Sí, creo, Señor, que tú eres el enviado, el Mesías,
el Cristo, la resurrección y la vida, el que me perdona mis pecados a través de
los sacramentos y me da la gracia de la vida eterna.
No solo en el Evangelio hay una
confesión completa de quién es y a qué ha venido, por qué camino nos trae la
Salvación; también los profetas recurren a toda la creación, cielos, tierra,
seres vivientes para recrearlos en una nueva creación de vida salvadora, que
cambia toda forma de vida corruptible por otra de Resurrección y vida, como
confiesa Marta.
También en las lecturas de hoy se
ve reflejada esta recreación: en Daniel, descubriendo la verdad sobre Susana,
salvándola de la muerte; y Jesús, cuando le traen a la pecadora para juzgarla,
de qué manera maravillosa la salva: “Quien esté libre de pecado, tire la
primera piedra”. Y él espera la respuesta; y todos se van retirando; y cuando
se quedan solos, seguro que Jesús se quedó mirándola y le dice aquellas
palabras que estaba esperando: “Ninguno te condena, tampoco yo te condeno, vete
y en adelante no peques más”.
Son las mismas que debemos
escuchar de los labios de Jesús en esta contemplación tan subyugante donde
debemos caer atrapados todos en nuestra oración de hoy, para salir recreados
con el perdón y la mirada de amor que pone en nuestros ojos: “Tampoco yo te
condeno, vete y no peques más” y sentir el gozo del perdón, de la misericordia
infinita de Dios que se ha dignado bajar a la tierra para sembrar en ella el
amor, el perdón, la confianza infinita que depositamos en Él cuando oramos de
verdad.
No sabemos si la Virgen estaba
por allí, pero qué sentiría, o cuando se lo contaron los discípulos, unas
lágrimas de ternura: “Es mi Hijo muy amado, salido de mis entrañas…”
Santa María, concédenos la fuerza que tiene el Evangelio, que mana de él cuando hacemos así oración.