«Señor, tú tienes palabras de vida eterna»
Vamos avanzando por el camino de
la cuaresma hacia la gran celebración del misterio Pascual: pasión, muerte y
resurrección de nuestro Señor Jesucristo. En este camino la oración es medio
poderoso para obtener las gracias que los méritos del Corazón divino y humano
de Jesús nos han alcanzado. Momento especial del día para dejarse seducir por
el Señor, para sintonizar con Él; para aumentar nuestros deseos de Dios, de
eternidad, de trascendencia. Pidamos a San José estos grandes deseos. José:
prepara mi corazón para que sea atraído por Dios, para que desee hacer su
voluntad; para ver su gloria y ser alabanza suya.
La primera lectura, Éxodo 20,
1-17 presenta la Ley de Dios, los mandamientos que dio Dios a Moisés en el monte
Sinaí. Este texto es legislativo y por lo tanto su estilo es claro y sobrio.
Puede asustarnos un poco, más aún en estos tiempos modernos en los que no
estamos acostumbrados a que nos digan lo que está bien y lo que está mal, y
menos aún a que nos lo manden en nombre de Dios. La sensibilidad social en que
vivimos se resiente ante mandatos tan claros como no matar, no ser adultero, no
robar, no mentir, etc. Sin embargo, la Iglesia, año tras año, fiel al mandato
recibido de Cristo, nos presenta el Decálogo para la meditación y para que sea
guía y espejo de la moral del cristiano. Meditémoslo como norma liberadora,
pedagogía preventiva, luz en la noche, contenido de discernimiento, fuente de
vida y felicidad. Como palabra de Dios. Y acojámoslos con el mismo deseo con el
que se nos entregan: acátalos y cúmplelos con todo tu corazón y con toda tu
alma. El salmo de hoy nos ayuda a comprenderlos. Podemos repetir
suavemente, para llenarnos de confianza: Señor, tú tienes palabras de
vida eterna. Y continuar, ¡Solo tú tienes palabras de vida
eterna! ¡Tus palabras, Señor, me dan vida y alegran mi corazón!
El Evangelio nos cuenta que Jesús
echó a los mercaderes del templo de Jerusalén cogiendo un azote de cordeles y
volcándoles las mesas. El hecho llamó mucho la atención de los discípulos y
algo empezaron a comprender solo cuando recordaron las Sagradas
Escrituras: El celo de tu casa me devora. Los demás judíos no
comprendieron nada y le pedían a Jesús un milagro que justificara sus acciones.
Entonces Jesús les dijo: destruid este templo, y en tres días lo
levantaré. Pero seguían sin entender. Pero otros que decían que creían
por los milagros que habían visto, Jesús no se confiaba con ellos porque
los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre,
porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
Cristo conoce bien a cada uno, ¡nos conoce de sobra! No necesitamos que le demostremos nada. Entonces nosotros tampoco pidamos signos o milagros, aunque Dios muchas veces nos los va a conceder para fortalecer nuestra fe. Nos debería bastar su presencia en la Eucaristía. Sin embargo, mientras nos vamos fortaleciendo en la fe, nos ayuda verle transfigurado como lo vieron Pedro, Santiago y Juan, o meter los dedos en sus llagas, como lo hizo el apóstol Tomás. Todo nos será fácil si vamos sintiendo su presencia en nuestra alma y con la presencia la acción transformadora de su gracia. Que la Virgen y San José nos alcancen la sintonía de amor con Cristo a la que estamos llamados por el bautismo. Feliz oración, feliz domingo.