Nos ponemos en presencia del Señor para la oración más acompañados que
nunca. Todos los santos que se encuentran junto a Dios han venido a hacer esta
oración con nosotros. Porque la oración no es soledad sino familia (divina y
humana). Por eso nos encomendamos a todos los santos, a todos nuestros hermanos
de la patria celeste que hoy han querido hacerse especialmente presentes para
alabar y adorar todos juntos al Señor. “Esta es la generación que busca tu
rostro, Señor”, podemos decir con ellos.
Tú haces que nuestras manos sean inocentes porque nos unimos a las manos
del Inocente. Tú haces que nuestro corazón sea puro y solo se llene de ti
porque nos unimos al de Corazón puro. Tú apartas nuestra confianza de los
ídolos (de nuestros ídolos de hoy: dinero, seguridad humana, tribalismo entre
nosotros que crea barreras, afán posesivo del otro, la convicción de que mi
modo de ver las cosas es el correcto…) a los que adoramos buscando en ellos lo
que solo tú puedes darnos. Porque nos unimos al que sacrificó todo a la
voluntad de su Padre. Por eso nos alegramos hoy y nos acercamos a esta oración
con el deseo de alabar, dar gracias y adorar, de postrarnos ante la grandeza y
bondad de nuestro Dios. Como a los santos, es algo que no se nos da por mérito
nuestro ni por nuestros esfuerzos, sino que Dios lo da y por eso venimos a
cantarle en nuestro corazón. Solo Él basta.
Por eso las bienaventuranzas no son reglas para el camino, ni tareas que nos encomienda. Si no que es Jesús diciéndonos cómo vamos a ser por su gracia. La gracia del bautismo (hemos sido sellados) que es la que nos otorga la vocación a la santidad. Él ha derramado su gracia sobre nosotros y va a seguir haciéndolo, por eso solo queda dejar de mirarnos a nosotros mismos y mirarle solo a Él para reconocer al Padre bueno y a su Cordero. El victorioso, al que corresponden “la alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza”. Que estas palabras sean nuestra oración hoy para quedar todo embebidos en Él.