Empezamos nuestra oración invocando al Espíritu Santo: “Ven Espíritu
Divino e infunde en nuestros corazones el fuego de tu amor”.
Las lecturas que nos regala la liturgia de la palabra en la Eucaristía
de hoy nos hablan de la Misericordia de Dios y de cómo Él rescata lo que estaba
hundido en la miseria y el pecado. El Evangelio nos cuenta la historia de
Zaqueo, un pecador como tú y como yo. En realidad, le quemaba la curiosidad de
ver al que pasaba, por eso sube al sicomoro; y sin esperarlo, Jesús actúa en
él, porque se puso a tiro. Me llama poderosamente la atención la manera como
Jesús le apremia: “es necesario que hoy me quede en tu casa”. Le interpela de
tal manera - “es necesario”-, que cómo le podría rechazar.
Y yo, como pecador, ¿me dejo interpelar por Jesús que me está llamando
incesantemente para sanarme de mis pecados con su misericordia? Y lo primero de
todo: ¿me pongo a tiro? Ah, a lo mejor es que no me pongo a tiro. Quizás soy un
necio y un tibio, y mi pereza y autosuficiencia me alejan del Reino de Dios.
¿Nos vamos a perder lo mejor, al mismo Dios? Él quiere cenar con nosotros, ¿nos
vamos a negar el gusto de las bodas eternas? Nos lo dice la lectura del Libro
del Apocalipsis: “mira, estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y
abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.
Nos encomendamos a la Virgen María, que nos repite lo que les dijo a los sirvientes de la boda de Caná: “haced lo que Él os diga”. Y tú, ¿le abres la puerta? Está llamando.