Jesús es proclamado Rey ante la cruz. Agonizante, manifiesta su realeza
sobre la muerte y el pecado.
A un hombre agonizante como él, que es un gran malhechor, le dice: «Te
lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso». Así es como reina Cristo: salvando.
Basta una súplica humilde y confiada para que desencadene todo su poder
salvador. Me pregunto, ¿suplico yo como aquel hombre?
San Pablo comenta este hecho. Dios Padre nos ha introducido en el reino
de su Hijo gracias a que, por la sangre de Cristo, hemos sido redimidos, hemos
quedado libres de nuestros pecados. ¡Es de locos!
La sangre que fluye del costado de Cristo lo inunda todo, lo purifica,
lo regenera, lo fecunda, extiende por todas partes su eficacia salvífica. El
dominio de Cristo sobre nosotros es para ejercer su influjo vivificador. ¡Me
quiere dar su vida! ¡Quiere que yo la lleve a los otros! ¡Anunciaremos tu
Reino, Señor!
Como cabeza que es, toda la vida de cada uno de los miembros del Cuerpo
depende de que acoja el señorío de Cristo en sí mismo, de que sea, efectiva y
existencialmente, mi Rey.
Nunca hemos de olvidar que nuestro Rey es un rey crucificado. En vez de
salvarse a sí mismo del suplicio, como le pide la gente, prefiere aceptarlo
para salvar multitudes para toda la eternidad.
Mirando a este Rey crucificado entendemos que también nuestra muerte es
vida y nuestra humillación victoria. Entendemos que el sufrimiento por amor es
fecundo, es fuente de una vida que brota para la vida eterna. Mirando a este
Rey crucificado se trastocan todos nuestros criterios de eficacia, de deseo de
influir, de dominio.
En el Cristo de Javier, al mirarlo, nos hacemos eco de su invitación urgente: amar, sufrir, siempre sonreír.