“Al despertar, Señor, me saciaré de tu semblante”. Con el salmo
responsorial alentamos nuestra esperanza de la vida eterna y de ver al Señor
cara a cara. Para la visión cristiana, la muerte es un sueño, el sueño de la
paz del que Cristo resucitado nos despierta para ver su rostro. Si hoy tengo
oportunidad de orar ante un sagrario, puedo servirme de la última estrofa del
himno eucarístico Adorote devote para decirle al Señor: “Jesús, a quien ahora
veo oculto, te ruego, que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro
cara a cara, sea yo feliz viendo tu gloria”.
Esta esperanza de la vida eterna y de la resurrección de la carne
sostiene nuestro peregrinar y nos ayuda a relativizar lo que ahora nos inquieta
a la vez que nos impulsa a fructificar en el bien: “Dios, nuestro Padre, que
nos ha amado y nos ha regalado un consuelo eterno y una esperanza dichosa,
consuele vuestros corazones y os dé fuerza para toda clase de palabras y obras
buenas” (2 Tes 2,16).
Pongamos nuestra mirada en este día 6 de noviembre en los testigos de la fe en España durante el siglo XX que derramaron su sangre por ser fieles a Cristo: en torno a dos mil beatos y santos de todas las vocaciones eclesiales: obispos, sacerdotes, religiosas y laicos, hombres y mujeres, que fueron objeto de persecución religiosa en los años treinta. Entregaron la vida porque tenían esperanza en la resurrección. Pidamos su intercesión por nosotros, para que sepamos imitarles en ser testigos alegres y valientes de la fe; y también pedimos su intercesión por España, para que se mantenga fiel a Cristo hasta el final de los tiempos, como se pide en el día de su santo patrón, el apóstol Santiago.