En estas últimas semanas del Tiempo Ordinario, la Iglesia nos invita a
mirar a lo alto y a meditar en el cielo, en la verdadera Vida. Aquella que no
acaba y que comienza con el abrazo de duración eterna con Jesucristo y el
Padre. Así le gustaba llamar a la muerte el P. Morales.
Meditar en la vida eterna supone, lo primero, tener bien puestos los
pies en la tierra. La salvación que Jesucristo trae para toda la humanidad
exige una vida santa. San Pablo se lo dice claramente a su discípulo Tito:
renuncia a la impiedad, a los deseos mundanos y lleva desde ahora una vida
sobria, honrada y religiosa.
El Evangelio lo podemos meditar desde esta misma perspectiva. Para
alcanzar la vida eterna, hay que saber aplazar la recompensa, sobre todo, la
que más vale, la definitiva, que es sentarse a la mesa de Cristo en el reino de
los cielos para siempre. Si nos entran las prisas y queramos ser los primeros
en degustar los manjares de la mesa; si no queremos esperar al Dueño y nos ponemos
a comer, a beber, a divertirnos, corremos el riesgo de perdernos la verdadera
felicidad, la que satisface de verdad y llena el vacío del corazón para
siempre. Pero, ¿por qué nos cuesta tanto saber aplazar la recompensa? Quizás,
como nos dice el Evangelio, porque nos falta humildad o, lo que es lo mismo,
vivir en verdad: reconocer que “somos unos pobres siervos que hemos hecho lo
que teníamos que hacer”.
Los santos y sobre todo la reina de todos los santos, la Virgen, son y es nuestro modelo de paciencia y humildad. Acojamos con confianza su poderosa intercesión.