La verdad es que nos cuesta permanecer en la aparente inactividad de la
oración. Este mundo alocado, de dentro y de fuera, nos seduce y atrapa. Nos
cuesta el silencio de la oración.
Por eso, lo primero es pedir luz y fuerza al Espíritu Santo, para que
nos convierta en verdaderos orantes, a ejemplo e imitación de santa María la
Virgen. Quién, como ella, ama a Dios, está pendiente de su voz, de su voluntad,
y eso es precisamente oración.
Hoy, en el evangelio, Jesús propone una parábola para animarnos a no
desfallecer en el camino de la oración. Resulta extraña: un juez inicuo y
“pasota” y una viuda débil, pero la insistencia hace finalmente que el juez sea
justo. Bueno, si hacemos una trasposición al mundo espiritual, ¿es que, acaso,
Dios se hace el sordo y “pasa” de nosotros, hasta el punto de que debemos
ganarle el pulso a base de insistir? Esta suposición late en tanto cristianos
que dicen: “a mí Dios no me escucha”.
Jesús corrige nuestras impresiones acerca del fruto de la oración cuando
afirma que Dios escucha siempre y actúa en nuestro favor siempre. Pero también
apela a la fe, como diciéndonos que no podemos ser jueces de lo que Dios hace o
permite, porque entonces somos “injustos”. Hay que confiar en Dios contra toda evidencia
sensible o intelectual. Dios es Mayor que yo mismo y que todo; Dios me
ama.
En este momento de oración podemos apropiarnos de la oración de Jesús
ante la tumba de Lázaro (Jn 11, 42) y repetir, saboreando:
“Padre, te doy gracias, sé muy bien que me escuchas siempre”