La Iglesia, al poner hoy ante nuestros ojos en su liturgia la lectura de
Caín y Abel, lo hace pensando en que todos y cada uno revisemos nuestra
interioridad y nos examinemos en el “amor al otro” que es nuestro
hermano. De Abel podemos aprender que lo mejor de nuestra vida ha de
ser para Dios: lo mejor de nuestro tiempo, de nuestros bienes, de toda
nuestra vida, incluyendo los años mejores. Esto agranda el corazón y lo
ennoblece; de la mezquindad y racanería acaba saliendo un alma envidiosa, como
la de Caín, quien no soportaba la generosidad de Abel.
En el Evangelio, cuando los fariseos reclaman un signo del cielo, exigen
que Dios dé directamente una prueba del mesianismo de Jesús. Pero
Dios no da otro signo de salvación que la vida entregada de su Hijo, el
Predilecto, que llega hasta las últimas consecuencias del amor en la Cruz. No
se da otro signo que la obediencia del Hijo, es decir, una vida vivida bajo la
inspiración del Espíritu.
Cristo vivo, resucitado y glorioso, vencedor del pecado y de la muerte, es nuestra esperanza. Le pedimos a nuestra Madre, María, que nos aumente la fe, la esperanza y el amor.