“Bendice, alma mía, al Señor, Dios mío, ¡qué grande eres!”. Empezamos la oración de
hoy alabando y bendiciendo al Señor con las palabras del salmo: ¡Bendice,
alma mía al Señor! … Y de la alabanza pasamos a la gratitud. Dios es
nuestro padre que nos ha regalado todo tipo de bienes, materiales y
espirituales. Desde toda la eternidad nos soñó y amó. Y para que fuésemos
felices preparó a la humanidad un jardín maravilloso, lleno de plantas y con
abundante agua. Nos dio también una tarea: trabajar y cuidar del jardín. Y un
mandamiento: no comer del árbol del conocimiento del bien y el mal.
Y ante tanto bien recibido, ¿cómo respondió el hombre? Pronto se cansó
de cuidar y trabajar la creación y desobedeció. El cansancio es de todos.
Pronto nos aburrimos de hacer las cosas que tenemos que hacer. Al principio
pueden ser pequeñas perezas, dejar para después lo que no me apetece ahora. Si
no nos vencemos en lo pequeño, poco a poco, podemos ir dejando nuestros
compromisos y responsabilidades. Lo primero que solemos dejar es el cuidado de
nosotros mismos: reduciendo la oración, dejando el examen de conciencia, la
misa, la confesión frecuente, el rosario, la lectura espiritual.
Creo que el Evangelio va en la misma línea. Nada de lo que entra desde
fuera en el hombre lo hace impuro, sino lo que sale de dentro. Del corazón del
hombre sale todo lo bueno y lo malo. Hoy Jesús se fija en lo malo, en las malas
hierbas que hay qua arrancar para que no se coman los cultivos, de los que
comemos. Malos pensamientos (odios, envidias…), impureza, robos, engaños,
frivolidad, orgullo…
Antes de terminar, podemos preguntarnos: ¿Cómo respondo a la gracia de
Dios en mí? ¿Qué hago para cuidar mi corazón? ¿Cómo suelen ser mis
pensamientos, deseos, sentimientos, acciones…?
Madre: ayúdame a cuidar mi corazón, a renovarlo para que haya siempre rectitud de intención y para que te ame con todas mis fuerzas.