Os propongo en la oración de
hoy meditar sobre la obra de Dios, que el primer capítulo del Génesis nos
recuerda. Y contraponerla a las obras de los hombres cuando se olvidan de lo
más importante, el Señor.
Vamos a releer despacio las palabras del Génesis, que nos siguen
recordando que las obras de Dios son siempre buenas: las aguas, los pájaros, la
tierra, el cielo, los grandes cetáceos, los seres vivientes que se deslizan,
las aves, ganados, reptiles, fieras, etc. “Y vio Dios que era bueno”.
Dios tiene para su obra también una misión: “sed fecundos y
multiplicaos”.
Pero, sobre todo, el Génesis nos recuerda que la mayor obra de la
creación es el hombre: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza… Y creó
Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó».
Varón y mujer bendecidos y con una misión también: «Sed fecundos y
multiplicaos». Pero aquí se resalta, no que fuera bueno lo que Dios había
hecho, sino que “era muy bueno”.
Antes esta gran obra de Dios que somos nosotros, y que culmina en
Jesucristo, no podemos menos que repetir en nuestra oración, con el
salmo: ¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la
tierra!
Pero Jesús, en el evangelio, nos pone delante nuestra pobre realidad,
dañada por el pecado. Lo que les dice a los fariseos y a los escribas nos lo
está diciendo a nosotros:
«Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición
de los hombres».
«Anuláis el mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición,
invalidando la palabra de Dios con esa tradición que os trasmitís; y hacéis
otras muchas cosas semejantes».
Y es que, cuando no ponemos a Dios en el centro de nuestra vida, cuando
ponemos de hecho el mayor interés en otras “cosas”, entonces con facilidad
caemos en la trampa de la hipocresía.
Examinemos en este día nuestro corazón, pidamos luz al Espíritu Santo, y
supliquemos al Señor que nos lleve de la mano y nos ayude a descubrir esas
“tradiciones” que en el fondo le suplantan a él, que nos son ÉL.
Podemos terminar con esas palabras que con singular fuerza repitió san Juan Pablo II en su primer viaje apostólico a España, allá por el año 1982: “Solo Cristo, lo proclamamos agradecidos y maravillados”.