¡Qué doctrina la de Jesús! Es un Maestro como no ha habido otro. ¡Y qué poder el suyo! No se le resiste nada ni nadie.
Esto es lo que vamos a decir nosotros espontáneamente al leer este pasaje del Evangelio, como lo dijeron las gentes sencillas que fueron testigos de aquellos primeros hechos de Jesús en Cafarnaúm.
Todos escuchan asombrados al joven Maestro de Nazaret, cuando un pobre hombre poseído del demonio comienza a gritar desesperadamente:
- ¿Qué hay entre ti y nosotros, Jesús de Nazaret?
Todos vuelven la cabeza consternados hacia el endemoniado. Sólo Jesús conserva la serenidad, mientras el demonio sigue gritando cada vez más furioso:
- ¡Tú has venido a arruinarnos a nosotros! Porque yo sé quién eres: ¡Tú eres el Santo de Dios!
Jesús no tolera esta confesión hipócrita del diablo. Se yergue con majestad, e increpa al espíritu inmundo:
- ¡Cállate! ¡Y sal ahora mismo de este hombre!
El demonio hace un esfuerzo supremo ante esta potencia que se le pone delante. Retuerce al hombre por el suelo, pero al fin lo deja libre, dominado por un poder muy superior al del infierno.
La gente no ha visto nunca algo semejante, y comienza a decirse:
- Pero, ¿qué es esto? ¡Una doctrina enseñada con semejante autoridad! ¡Y los demonios que no le pueden resistir y salen ante el imperio de su voz!...
Todos se dan cuenta de que se ha entablado la lucha entre el Cielo y el Infierno. ¿Quién se va a hacer con la victoria definitiva? Hoy vemos el primer combate, y otro día veremos la última batalla. El demonio llevará a su contrincante hasta la cruz. Pero el muerto saldrá victorioso del sepulcro para no morir ya más. Antes, habrá dicho Jesús con firmeza:
- El príncipe de este mundo no tiene nada que ver conmigo, y será arrojado fuera.
Esta primera expulsión del demonio es un signo de lo que va a venir. La Humanidad, por la palabra de Jesús, se verá libre del poder que se echó sobre ella en el paraíso terrenal. En adelante ya no servirá más el hombre al demonio que lo pierde, sino al Dios que lo salva.
Decimos la Humanidad, pero vale la pena concretar. Y la pregunta es: “El demonio, ¿tiene algo que ver con nosotros? ¿nos puede hacer algún mal? ¿lo vencemos nosotros a él o nos derrota él a nosotros? Además, ¿juega la Palabra de Jesús algún papel en nuestra lucha contra el enemigo?...”.
Empezamos por decir que el demonio, desde la muerte y resurrección de Jesucristo, es un perro atado, que ladra pero no muerde sino al imprudente que se le acerca y quiere jugar con él.
El demonio está lleno de envidia por nuestra suerte, y no pretende sino perder a los hombres en su misma condenación eterna. Está lleno de soberbia, por otra parte, pues le tiene jurada a Dios la guerra y le quiere arrebatar todas las almas posibles.
Nuestra salvación, entonces, se ve en crisis. Pero Jesucristo derrama su sangre por nosotros, nos merece el perdón de Dios y la gloria del Cielo. Pone así la salvación en nuestras manos. Por parte de Dios, todo está hecho y la salvación es segura.
Satanás, sin embargo, no se da por vencido. Sabe aliarse con el mundo, es decir con todas las costumbres, con todas las instituciones, con todas prácticas opuestas a la ley de Dios, y entabla la lucha encarnizada.
El hombre ha de optar libremente. ¿Con Cristo y su Iglesia o con Satanás y sus secuaces?... De su elección decidida dependerá su destino final. La salvación será gracia de Dios y a la vez triunfo valiente contra el demonio. La posible perdición sería infidelidad al don de Dios y entrega voluntaria al enemigo.
Para conseguir esa victoria anhelada el apóstol San Pablo nos enseña cómo la Palabra tiene una fuerza devastadora contra el poder del Maligno. Y así, dice al final de la carta a los Efesios:
- Revestíos de la armadura de Dios, para poder resistir los ataques del diablo. Tened siempre a mano el escudo de la fe y la espada del Espíritu, esto es, la Palabra de Dios.
Ciertamente, que quien escucha a Jesús, quien se penetra de su Palabra, quien la tiene siempre a flor de labios para saber contestar al demonio atrevido, no caerá nunca en las redes sutiles o descaradas que el enemigo le pueda tender.
El enemigo de la salvación es fuerte. Pero nosotros, con Jesucristo, lo somos mucho más…