La primera lectura bíblica y el salmo nos invitan hoy con estas palabras: “Ojala escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón».”
Sólo así es posible entender las palabras y acciones de Jesús. La curación de leprosos fue una de las acciones más incomprendidas y más revolucionarias de Jesús. Sabemos que el leproso era el marginado por antonomasia: la lepra era la mayor muralla social -algo así como el sida hoy día- y, al mismo tiempo, una enfermedad que sólo Dios podía curar.
En la tierra de Jesús y en aquella época el enfermo de lepra era un muerto viviente, aislado, despreciado y condenado a estar lejos de los hombres y de Dios. El leproso no podía acercarse y Jesús no podía tocarlo. La fe del leproso expresada en el grito: «Si quieres, puedes limpiarme» y el amor de Jesús, hacen realidad la Buena Noticia de salvación para todos sin excepción. Jesús, “sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó”. No se conforma con estar cerca, con mirarle y hablarle, pasa a transformar una realidad de marginación sanando al leproso.
Ante la petición humilde del impuro leproso, Jesús no espera, no repara en tocar al “intocable” y, en lugar de quedar él contaminado, como afirmaban los maestros de la ley, comunica su propia pureza al enfermo, una fuerza de vida que desborda los deseos más atrevidos y exigentes. Así el segregado queda integrado en la comunidad y mediante la salud recibida, quedan abolidas las fronteras que dividen a los hombres en puros e impuros.
“No se lo digas a nadie”, le insiste Jesús. Pero quién puede guardar por mucho tiempo escondida tanta felicidad. El leproso curado se convierte en un evangelizador que propaga con entusiasmo desde su experiencia las acciones y palabras de Jesús: “empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones”.
Detrás de la insistencia de Jesús a los curados para que guarden silencio, se esconde, según Marcos, la clave de comprensión de su proyecto y de sus milagros, que sólo pueden ser correctamente comprendidos después de su muerte y resurrección.