PRIMERA LECTURA:
Jesús se ha encarnado en nuestra familia con todas las consecuencias, para salvarnos desde dentro. En esta lectura se desarrolla un razonamiento admirable y lleno de esperanza. La humanidad estaba sometida al poder de la muerte, o sea, al diablo: todos «por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos». Se trataba de liberarla y para eso vino el Hijo de Dios. Ahora bien, ¿cómo quiso él salvarnos de esa situación? La respuesta es clara: haciéndose uno de nosotros, «de la misma carne y sangre» que nosotros.
No son los ángeles los que necesitan esta salvación, sino nosotros, «los hijos de Abrahán». Por eso se hace de nuestra raza y de nuestra familia. Se nos dice que «tenía que parecerse en todo a sus hermanos para ser compasivo y pontífice fiel». Tenía que experimentar desde la raíz misma de nuestra existencia lo que es ser hombre, lo que es vivir y sobre todo lo que es padecer y morir. Tenía que parecerse en todo a sus hermanos. También en el dolor.
Así podrá ser «compasivo»: o sea, com-padecer, padecer con los que sufren.
El argumento de Hebreos es profundo y vale para siempre, y por lo tanto, también para nuestro tiempo: «Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella». Cada uno cree que su dolor es único y que los otros no le entienden. Pero Cristo sufrió antes que nosotros y nos comprende. Es «compasivo» porque es consanguíneo nuestro, «de nuestra carne y sangre», y su camino fue el nuestro. El camino que nosotros recorremos, cada uno en su tiempo y en sus circunstancias, es el camino que ya siguió Jesús. Ya sabe Él la dificultad y la aspereza de ese recorrido. Por eso se hace solidario y «puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» y es «pontífice»: nos comunica la vida y la fuerza de Dios, da sentido a nuestra vida y a nuestro dolor, porque lo incorpora a su dolor pascual, el dolor que salvó a la humanidad.
Juan Pablo II, en varias de sus cartas y encíclicas, insistió en esta cercanía existencial de Cristo a la vida humana: ya a partir de la primera, «Redemptor hominis», de 1979, y sobre todo en la carta «Salvifici Doloris» (el sentido cristiano del sufrimiento), de 1984. Debemos aprender esta lección también en nuestra relación para con los demás: sólo podemos tener credibilidad si «padecemos-con», si tomamos en serio nuestra solidaridad con los demás.
En síntesis: es dramática pero real la descripción que nos ha hecho la carta, sobre la situación de miedo y de esclavitud ante el mal y la muerte. Pero a la vez es gozosa la convicción de que Cristo ha venido precisamente a salvarnos de esa situación, a cada uno de nosotros, hoy y aquí.
La fe en Jesús, la fe en la vida eterna destruye la muerte, en cuanto que la transforma en un simple paso. Vistas las cosas a la luz de la eternidad, esa fuerza de seducción que poseían por la amenaza de la muerte cede paso a la santa indiferencia en la que nos dejan, a la libertad de los hijos de Dios. Al confiar en la victoria de Jesús sobre la muerte, ésta es derrotada, y somos liberados del temor a la muerte.
La fe en la resurrección de Cristo es nuestra victoria sobre la muerte.
EVANGELIO:
El Evangelio de hoy es llamado por los estudiosos: "la jornada de Cafarnaún". Jesús, tras liberar a un hombre endemoniado en la sinagoga de la aldea, va a la casa de Simón Pedro, con sus discípulos; allí sana a la suegra de Simón, que tenía fiebre, y ella puede servirles. Luego, al atardecer, sana a muchos enfermos que le llevan, y el evangelista anota que la gente se agolpaba a la puerta de la casa. Viene la noche, todos descansan, Él aprovecha el silencio y la tranquilidad de la madrugada y va a un sitio solitario para orar. Allí le encuentran sus discípulos, que salen a buscarlo; quieren retenerlo en el pueblo, pero Él les dice que debe salir a predicar en los pueblos vecinos. Así lo hace, liberando también a muchos endemoniados.
Sanar, entrar en la casa, sanar, orar, predicar, sanar... Son las acciones de Jesús en su jornada.
Ya sabemos que predica el reino de Dios, su voluntad de salvación y de felicidad para toda la humanidad. Su predicación se hace realidad en la salud que difunde en torno suyo. Todo a partir de su intensa relación con el Padre, por medio de la oración.
Jesús nos da un ejemplo admirable de cómo conjugar la oración con el trabajo. Él, que seguía un horario tan denso, predicando, curando y atendiendo a todos, encuentra tiempo -aunque sea escapando y robando horas al sueño- para la oración personal. La introducción de la Liturgia de las Horas (IGLH 4) nos propone a Jesús como modelo de oración y de trabajo: «su actividad diaria estaba tan unida con la oración, que incluso aparece fluyendo de la misma», y no se olvida de citar este pasaje de Mc 1,35, cuando Jesús se levanta de mañana y va al descampado a orar.
Con el mismo amor se dirige a su Padre y también a los demás, sobre todo a los que necesitan de su ayuda. En la oración encuentra la fuerza de su actividad misionera. Lo mismo debemos hacer nosotros: alabar a Dios en nuestra oración y luego estar siempre dispuestos a atender a los que están enfermos y «levantarles», ofreciéndoles nuestra mano acogedora.
ORACIÓN FINAL
Confirma, Señor, en nosotros, la verdadera fe, para que cuantos confesamos al Hijo de la Virgen, como Dios y como hombre verdadero, podamos llegar a las alegrías del reino por el poder de su santa resurrección. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.