Hoy es sábado, día mariano, por lo que nos sentimos impulsados especialmente a ponernos en manos de María. Con Juan Pablo II le decimos de todo corazón: “Todo tuyo soy, María”. Y seguimos el consejo de San Luis María Grignon de Monfort de hacer nuestra oración en el mejor oratorio que existe: el Corazón Inmaculado de María. Escondidos en ese Corazón maternal pedimos la luz del Espíritu Santo para escuchar y acoger la Palabra de Dios, pues “no podemos comprender la Escritura sin la ayuda del Espíritu Santo que la ha inspirado” (San Jerónimo).
Todas las lecturas de este día nos hablan de la fe: la definen y nos ponen ejemplos de lo que es tener fe y no tenerla. Y sobre todo nos presentan al autor de nuestra fe: Jesús.
“La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve”. Es la única definición de la fe que encontramos en la Biblia, que no es un libro de conceptos sino de testimonios y de experiencias vivas. Ante todo, esta definición nos dice que la fe es esperanza, que la fe nos da ya algo de lo que esperamos, un fundamento sólido sobre el que construir la vida, más cierto que las realidades materiales que son pasajeras.
La carta a los Hebreos nos pone el ejemplo de Abrahán, que se dejó guiar por la Palabra de Dios, obedeciendo a su llamada, saliendo de su tierra, ofreciendo a Isaac… “esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios”. La esperanza en las promesas de Dios le sostuvo en su peregrinar. Con su vida nos enseña a confiar en Dios. Hoy todos los creyentes en un único Dios Creador del cielo y de la tierra se reconocen hijos de Abrahán.
“¿Aún no tenéis fe?”. El evangelio nos lleva al polo opuesto de la fe: el temor. Los discípulos, que aún no conocen a Jesús, le reprochan que su barca amenace hundirse sin que a Él parezca importarle. Entonces Jesús se muestra Señor de los vientos y de las aguas, aquieta la tormenta y les reprocha su cobardía. Este episodio nos enseña lo que es la fe: si invitamos a Jesús a la travesía de nuestra vida, si le llevamos en nuestra barca, ninguna tormenta puede hundirla. Siempre puede más la confianza en Jesús que la fuerza del viento. Esto es ser realistas en la vida: fiarnos de su Palabra.
Un timón y un ancla. Siguiendo con la imagen de la barca, hemos de dejar el timón a un buen timonel que mantenga la dirección exacta y sortee los peligros. Ya sabemos a quién hemos de dejar el timón: a Jesús. Decía el Papa Pablo VI que el Credo que recitamos los domingos tiene esta función semejante a la del timonel de una nave, pues nos guía seguros en la ruta hacia el puerto de la vida eterna. Hemos de perseverar “firmes en la fe”. Y también necesitamos un ancla para arrojar al mar en las tempestades y no quedar a merced de las olas. La misma Carta a los Hebreos nos dice cuál es ese ancla: “agarrándonos a la esperanza que se nos ha ofrecido, la cual es para nosotros como el ancla del alma segura y firme, que penetra más allá de la cortina, donde entró por nosotros como precursor Jesús” (6, 20). La esperanza es el ancla clavada en los cielos donde nos espera Jesús. ¿A quién le decimos que la lance con certeza? A María, Madre de la santa esperanza.