Comenzamos nuestra oración poniéndonos en presencia de Dios que quiere hablarnos. Digámosle: “Señor, dime una Palabra y mi alma quedará sana”. En este tiempo de escucha que es la oración, dejemos que la Palabra de Dios penetre profundamente en nuestro espíritu y nos vivifique: “Tus Palabras, Señor, son espíritu y vida”.
“La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo”. Muchas veces leemos la Palabra de Dios y nos cuesta recibir toda su luz y su fuerza, como si resbalara en la superficie de nuestra alma sin empaparla. Para que esta Palabra manifieste toda su fuerza, podemos tener en cuenta estos cuatro consejos y aplicarlos al evangelio de este día:
- Escuchar la Palabra de Dios en clima de oración, pidiendo al Espíritu Santo que me ilumine y que me ayude a comprender su sentido.
- Escuchar con una actitud de fe: creer que Dios me habla personalmente en la Escritura, tiene una palabra que decirme a mí, quiere dialogar conmigo.
- Escuchar con un auténtico deseo de conversión, permitiendo que la Palabra denuncie mi mediocridad y pecado y me mueva a llevarla a la práctica. El contacto con la Palabra ha de ser un acontecimiento que transforme mi corazón y mi vida.
- Escuchar la Palabra de Dios en la enseñanza de la Iglesia: en la liturgia, catequesis, retiros, en el magisterio del Papa y de nuestros pastores.
Nos ponemos ya a la escucha del evangelio de hoy: el llamamiento de Leví, es decir, del apóstol San Mateo.
“Sígueme”: También el Señor me dice a mí esta palabra. Como Leví, mi vida está envuelta en redes que me aprisionan: preocupaciones que me secan el corazón, miserias consentidas que me impiden despegar hacia el amor de Dios, desconfianzas que atan las manos a Dios para que obre en mí y en mis ambientes… Sin embargo, Jesús me mira, del mismo modo que miró a Mateo, y espera que el amor que brilla en sus ojos sea más fuerte e ilusionante que las ataduras que me amarran a una vida sin sentido. ¡Jesús, quiero seguirte, no pases de largo esta vez! ¿Por qué pones tus ojos en mí, que soy pecador, y me llamas a una vida nueva? ¡Gracias por tu misericordia que no deja de invitarme a la santidad para la que me has creado!
“Se levantó y lo siguió”. Como san Mateo, he de dar una respuesta inmediata, dejando atrás lo que me separa de Cristo, lo que le disgusta de mi modo de obrar. Con espíritu de conversión le ofrezco al Señor un gesto valiente de desapego a mis comodidades e incoherencias con el evangelio. Le pido ayuda para ello a María, Madre de misericordia.
«No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.» Meditamos el comentario de Benedicto XVI a estas palabras: “La buena nueva del Evangelio consiste precisamente en que Dios ofrece su gracia al pecador... Con la figura de Mateo, los Evangelios nos presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios, permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia” (30 de agosto de 2006).