El Evangelio de hoy nos muestra el pasaje de los discípulos de Emaús. Vamos a tener como composición de lugar el jardín de la casa de Lázaro en Betania. Siendo esta una familia tan querida por Jesús, cabe imaginar que tras la Ascensión del Señor podría la Virgen acogerse también a la hospitalidad de Marta, María y Lázaro. Y allí recibiría visitas de los más íntimos. Y conversaría con ellos en deliciosos atardeceres. Escuchemos, pues, el diálogo que un día pudo tener con Cleofás recordando aquella tarde en el camino de Emaús.
María: Cleofás, ¡cuántas veces me has narrado el encuentro que Amiezer y tú tuvisteis con Jesús resucitado camino de Emaús! Y siempre se renueva en mí el gozo espiritual al considerar, con tu relato, la condescendencia de Jesús, su paciencia, su delicadeza y su amor. ¡Es tan increíble el hecho de que no le reconocierais desde el momento en que se puso a caminar a vuestro lado!
Cleofás: ¡Estaban tan recientes los sucesos de su pasión y muerte en cruz! Cifrábamos en Jesús todas nuestras esperanzas, que en gran media –ahora lo reconozco- se basaban en un mesianismo liberador de opresiones externas. Pero todos nuestros proyectos e ilusiones habían sido reducidos a nada. Estando concentrada nuestra atención y mirada en nosotros mismos, en nuestros desencantos y desánimos, no podíamos ni queríamos ver más allá. Ciegos para cuanto no fuera nuestro yo.
María: Y por eso Jesús, comenzando por Moisés y los profetas, os fue revelando cuanto sobre Él enseñan las Escrituras. ¿Y aún no le reconocíais, Cleofás?
Cleofás: Nos fue señalando cuanto acerca de sus sufrimientos y muerte tenía que suceder. Lo veíamos así cumplido, pues habíamos sido testigos de todo ello en los días precedentes. Pero éramos incapaces de ver y comprender cuanto se refiriera a su resurrección.
María: Y sin embargo, también lo señalaban las Escrituras. Los libros de Daniel y Macabeos, ¿no expresaban la certeza de la resurrección de los muertos? Y aun los mismos Salmos, como en aquel pasaje en que se afirma: “no dejarás a tu fiel conocer la corrupción” ( Salmo 16, 16). Yahvé, creador, es fuente y señor de la vida, y establece con el justo una relación que ni la misma muerte puede interrumpir.
Cleofás: Es cierto. Creíamos y creemos en la resurrección de los muertos al final de los tiempos. Pero, ¡prestar nuestra fe a la evidencia de Jesús resucitado, sin esperar a la parusía final! Nos parecía inconcebible.
María: ¡Ah, Cleofás! Necio y tardo de corazón para creer o que el mismo Jesús nos anunció. ¿No recordabas sus palabras: “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, lo matarán, y después de muerto, a los tres días resucitará”? (Marcos 9, 31). Las resurrecciones que Jesús obró en la hija de Jairo, en el hijo de la viuda de Naim y en el mismo Lázaro en cuya casa estamos, ¿no eran ya el anuncio velado de su propia resurrección, aun cuando esta sería de un orden muy diferente? Jesús creía no solo en la resurrección de los justos el último día, sino que sabía que el misterio de la resurrección debía ser inaugurado por Él mismo, a quien Dios había dado el dominio de la vida y de la muerte.
Cleofás: Entonces, María, ¿tú creías en su resurrección aun viéndole sufrir y morir en el suplicio de la cruz?
María: Sí, Cleofás. Yo creía contra toda esperanza. Lo cual no aminoró el atroz dolor de mi corazón. ¿Podía ser de otro modo? Sin una gracia especial de Dios, yo habría muerto allí mismo, a los pies de mi hijo.
Cleofás: Y, finalmente, ¿acierto al pensar que fuiste tú, María, la persona que tuvo el privilegio y premio de recibir las primicias de la visita y abrazo primeros de tu hijo?
María: Así fue. Si indescriptible fue mi sufrimiento al pie de la cruz, mucho más lo es narrar el gozo que sintió mi corazón al estrechar entre mis brazos a mi hijo resucitado, glorioso. Comprenderás que no hay palabras para expresar cuanto allí sucedió. Y por eso, Cleofás, prefiero que el silencio meditativo sea quien conteste a tu pregunta. Recuerda: “Callad: este día es santo” ( Nehemías 8, 11).
(Ambos guardaron silencio. Que respetaron los mismos evangelistas y que solo podemos romper en la oración, acercándonos a la Madre y dialogando alma a alma con Ella)