Juan 3, 16-21
A iniciar la oración empezamos siendo conscientes de ante quien estoy y lo que voy hacer, levantando los ojos a Cristo resucitado, ofrecerle todos mis deseos y pedir luz y fuerza para anunciar la gran noticia de que Jesús ha resucitado.
Hoy el evangelio nos hace levantar la mirada a Jesús aludiendo a un pasaje del Antiguo Testamento. Le dice a Nicodemo que de la misma forma que Moisés elevó la serpiente de bronce en el desierto, también él debe ser elevado para que todos los hombres podamos elevar a él nuestras miradas y encontrar en él una vida que no se acaba.
La salvación que Jesús nos trae no se debe a nosotros mismos, ni a nuestras obras de las que no podemos presumir; es puro don y gracia de Dios. Por todo ello, como resumen, Jesús afirma a Nicodemo que tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo, para que no perezca ninguno de los que creen el Él. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo: esta frase de Jesús resume uno de los sentimientos más consoladores y nuevos que debieron sentir los primeros cristianos.
Esta experiencia de un Dios que nos ama a cada uno de nosotros, hasta darnos a su propio Hijo, debe ser también central en nuestra vida religiosa, de fe. Todo es gracia. Nuestra vida discurre entre las manos de un Dios que ha amado tanto al mundo que nos ha dado hasta su único Hijo. Estamos en las manos de un Dios que es más grande que nuestro corazón y lo conoce todo.
En los momentos, en que no tenemos palabras de explicación; en que no comprendemos y nos parecen absurdos los caminos de Dios. Son momentos en que nuestra única respuesta es la que propone Jesús a Nicodemo: levantar los ojos a Cristo en la Cruz, como los judíos levantaban los ojos a la serpiente en el desierto, para encontrar allí una respuesta que va más allá de toda lógica. Nosotros como el Pueblo de Israel nos encontramos por el camino muchas serpientes venenosas que matan la vida de la gracia y Dios viene entonces en ayuda de su Pueblo. El que es mordido por la serpiente venenosa su curación está en mirar, en alzar la mirada a Cristo crucificado, Dios ha establecido que el Crucificado sea el símbolo de la salvación, la fuente de la vida. No debemos desviar de él nuestra mirada e intentar olvidarle, es necesario levantar nuestros ojos hacia él y reconocerle como nuestro salvador. No hay otro camino para la vida. Dios no se ha desentendido del mundo dejándolo a su suerte. Al contrario, se interesa por él hasta tal punto que le entrega a su propio Hijo, dándoselo como don. Cada uno de nosotros tenemos tanto valor a los ojos de Dios que pone en riesgo a su propio Hijo para preservarnos de la ruina y conducirnos a la plenitud de la vida eterna