Empezamos la semana más grande del año. En estos días de semana santa, la Iglesia nos invita a acompañar a Jesús que va a la Pasión por cada uno de nosotros, más concretamente como dice San Pablo a los gálatas, “por mí”; “la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”. (Ga 3,20).
En la oración de hoy pidamos de manera muy intensa la gracia de poder orar, porque la oración la da Dios como una gracia y por ello comienza dándonos las actitudes que ayudan a recibir esa gracia de orar.
En la primera meditación de esta semana santa, el Evangelio que es de san Juan, (Jn, 12, 1-11), nos habla de una familia amiga de Jesús que vivía en Betania. Lo primero que nos dice el evangelista es que seis días antes de la Pascua, sus amigos Lázaro, Marta y María le invitaron a su casa y le ofrecieron una cena.
Para acompañar a Jesús en estos días tan señalados del año, debemos empezar por invitarle a nuestra casa, que antes de nada es nuestra propia alma y no para una visita de cortesía, sino para que se quede a vivir en ella. En esto precisamente consiste la santidad, en estar con el Señor, y de tanto estar con él, su figura se nos graba en el alma de tal modo que luego todo lo que hacemos es un reflejo suyo.
Durante la cena, Jesús era servido por Marta quien se encargaba de que todo estuviese a punto y de que no faltase lo necesario. Esta es la segunda actitud que debemos tener para acompañar a Jesús: servirle. Esto significa estar pendiente de Él y de sus amigos. Durante la cena, Judas –el discípulo que llevaba la bolsa de los dineros- se va a quejar porque le parece un despilfarro la atención tan exquisita hacia Jesús y lo critica hipócritamente proponiendo ahorrar gastos para dárselo a los pobres. Jesús aprovecha el incidente para recordar que los pobres están siempre cerca de nosotros –se sobreentiende que debemos atenderlos como al mismo Jesús- pero que a Él, no siempre lo tenemos cerca porque algunos lo quieren matar y de hecho lo matan; entonces clavándolo en una cruz y ahora echándolo de su lado, de su vida.
Al terminar la cena, María la hermana de Lázaro y Marta, cogió una libra de auténtico y costoso perfume de nardo y gastándolo todo ungió a Jesús; es de suponer que los pies, las manos, la cabeza…, aunque el evangelista solo menciona los pies. Y a la vez que le ungía, con sus cabellos le secaba. Tal gesto ciertamente que no pasó desapercibido a los presentes, en primer lugar porque toda la casa se llenó de la fragancia del perfume y sobre todo, por su mismo significado, pues recordaba la atención que se tenía con los difuntos antes de la sepultura.
De María que unge a Jesús y lo enjuga con su cabellera podemos tomar la tercera actitud para acompañar a Jesús en esta semana de Pasión. Ponernos de rodillas a los pies de Jesús, que significa que nuestra vida le pertenece y que la queremos vivir junto a Él. Con Él en nuestro corazón, muchas veces también en los labios y otras muchas en silencio. Siempre de su parte, en las buenas y en las malas; de su parte y con su gente. Con Él y con sus amigos. Con Él y con su familia. Con Él y en su Iglesia.
Me parece que hoy podríamos terminar la oración repitiendo muy despacio la oración de San Ignacio, “alma de Cristo”:
Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh, buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti.
Para que con tus santos te alabe.
Por los siglos de los siglos. Amén.