Transcurrido el intenso fin de semana, donde han estado muy cercanas en el tiempo las celebraciones de la Inmaculada y del 2º domingo de adviento, comencemos la semana con un rato tranquilo de jugosa oración. No saldremos defraudados.
“Hombre, tus pecados están perdonados”.
Esta sencilla frase, con la que Jesús sorprende a todos los que le rodean, es el centro del evangelio de hoy.
Estamos muy acostumbrados a oírla, ya la damos por descontada, pero encierra en sí mucho contenido.
Dejemos que nos sorprenda, que la oigamos en labios de Jesús, rodeado de gente que escucha su palabra, pero dirigida especialmente a mí.
Esta frase es para desconcertarse si nos falta la fe. De hecho, lo que pensaron los escribas y fariseos presentes seguramente lo pensó más de uno de los discípulos, todavía poco convencido de quién era Jesús, y, por supuesto, muy lejos de entenderlo, y puede que a nosotros se nos haya pasado por la cabeza muchas veces, unido a la idea que tanto circula por nuestros ambientes de que “qué más da la Iglesia católica que cualquiera de las demás iglesias cristianas, o que la religiones no cristianas. Total: todos buscamos ser mejores, ser felices”. Sería la traducción moderna de lo que pensaron sus contemporáneos:
“¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios?”
Sin embargo, este pensamiento, que el evangelista nos revela, es clarificador y nos da la clave: Jesucristo es Dios, puesto que es capaz de perdonar pecados. Nos lo muestra por la solemnidad y sinceridad de sus palabras:
“Ahora, para que veáis que el Hijo del hombre tiene el poder en la tierra para perdonar los pecados: yo te digo ¡levántate!”
Escuchemos a Jesús decir en el interior de nuestro corazón estas palabras: levántate. Vuelve a empezar, no te canses de seguir intentándolo.
Jesús nos las dice a cada uno de nosotros, de nuevo, en este adviento, una vez más: levántate, pues tus pecados están perdonados.
Y con sus palabras nos da la fuerza para ponerlas en práctica, como sucedió con el paralítico:
“El, levantándose al punto, a la vista de ellos, tomó la camilla donde estaba tendido y se marchó a su casa, ala bando a Dios”.
¿No hemos visto este milagro en nuestra vida en numerosas ocasiones? ¿Cómo el Señor nos ha levantado, nos ha cogido de la mano, nos ha llevado por caminos de ilusión, de esperanza, de entrega, de generosidad? Ocasiones en las que, como el paralítico, también nosotros hemos vuelto a nuestra casa alabando a Dios.
Que no nos falle la memoria. Que, una vez más, nos quedemos asombrados, como sus discípulos aquel día, y comuniquemos a nuestro alrededor nuestra sorpresa, sin timideces ni cobardías:
«Hoy hemos visto cosas admirables.»
La conveniente acción de gracias (Pío XII)
La acción sagrada, que está regulada por peculiares normas litúrgicas, no exime, una vez concluida, de la acción de gracias a aquel que gustó del celestial manjar; antes, por el contrario, está muy puesto en razón que, recibido el alimento eucarístico y terminados los ritos, se recoja dentro de sí y, unido íntimamente con el divino Maestro, converse con él dulce y provechosamente, según las circunstancias lo permitan.
Se alejan, pues, del recto camino de la verdad los que, ateniéndose más a la palabra que al sentido, afirman y enseñan que, acabado ya el sacrificio, no se ha de continuar la acción de gracias, no sólo porque ya el mismo sacrificio del altar es de por sí una acción de gracias, sino también porque eso pertenece a la piedad privada y particular de cada uno y no al bien de la comunidad.
Antes bien, la misma naturaleza del sacramento lo reclama, para que su percepción produzca en los cristianos abundantes frutos de santidad.
Ciertamente ha terminado la pública reunión de la comunidad, pero cada cual, unido con Cristo, conviene que no interrumpa el cántico de alabanza, «dando siempre gracias por todo a Dios Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo».
También la sagrada liturgia del sacrificio eucarístico nos exhorta a ello cuando nos manda rogar con estas palabras: «Te pedimos nos concedas perseverar siempre en acción de gracias... y que jamás cesemos de alabarte».
Por lo cual, si en todo tiempo hemos de dar gracias a Dios y nunca hemos de dejar de alabarle, ¿quién se atreverá a impugnar o reprender a la Iglesia porque aconseja a los sacerdotes y a los fieles que, después de la sagrada comunión, se entretengan al menos un poco con el divino Redentor, y porque inserta en los libros litúrgicos oraciones oportunas, enriquecidas con indulgencias, para que con ellas los ministros del altar, antes de celebrar y de alimentarse con el manjar divino, se preparen convenientemente y, acabada la misa, manifiesten a Dios su agradecimiento?
Tan lejos está la sagrada liturgia de reprimir los íntimos sentimientos de cada uno de los cristianos, que más bien los enfervoriza y estimula a que se asemejen a Jesucristo y a que por El se encaminen al Eterno Padre: por lo cual ella misma quiere que todo el que hubiere participado de la hostia santa del altar, rinda a Dios las debidas gracias.
Pues a nuestro divino Redentor le agrada oír nuestras súplicas, hablar con nosotros de corazón a corazón y ofrecernos un refugio en el suyo ardiente.