* Relación
entre las lecturas: Cristo es el centro de toda la liturgia eclesial ya
que celebramos su Misterio a lo largo de todo el año. Esta centralidad va
adquiriendo acentos y matices según los tiempos y los momentos litúrgicos. Ya
cercanos al nacimiento de Jesús, la figura de la Virgen María va adquiriendo un
acento relevante en este Domingo. Ella es reconocida por su prima Isabel
como la Madre del Señor (Evangelio). La cuarta semana de Adviento nos recuerda
la profecía de Miqueas (Primera Lectura) así como la disposición fundamental
con la que el Verbo Divino entra al mundo: «he aquí que vengo para hacer tu
voluntad» (Segunda Lectura).
El profeta Miqueas,
contemporáneo de Isaías, Amós y Oseas (s. VII A.C.) anunció sus mensajes tanto
para Israel (Norte) como para Judá (Sur). Lo mismo que Amós; él acuso a los
dirigentes, a los sacerdotes y a los profetas. Los recriminó por ser hipócritas
y explotadores de sus hermanos; anunciando un eminente juicio de Dios. Sin
embargo también anunció un mensaje de esperanza y reconciliación. Prometió
que Dios daría la paz deseada y que haría surgir, de la familia de David, un
gran rey (5, 3).
Jesús es el
sumo sacerdote, perfecto y eterno según el orden de Melquisedec:
santo sin pecado, garantiza el nuevo orden de Dios y nos trae la reconciliación
definitiva. Él es constituido sumo sacerdote por su sacrificio irrepetible, de
una vez para siempre. Como tal se sella la nueva y definitiva Alianza entre
Dios y los hombres. Su sacrificio reemplaza los sacrificios en el templo
terrenal, porque su sangre realiza una salvación eternamente válida. Su
sacrifico irrepetible era necesario ya que quitará los pecados que el culto
imperfecto -de la antigua alianza- no podía quitar.
Jesucristo sabe que lo que agrada a Dios, el único
homenaje que Él acepta es la obediencia plena a su Plan Amoroso (Hb 10,5). Por eso, al
entrar en el mundo por la Encarnación y por su Muerte-Resurrección (Hb 1,6);
hace ofrenda de su propio cuerpo y de su existencia mortal al Padre en el
Espíritu Santo. Esta ofrenda sí es agradable a Dios, porque es el homenaje de
la obediencia plena.
Para el Evangelio,
dejamos la palabra a nuestro querido Papa, Beato Juan Pablo II en la homilía
del Domingo 21 de diciembre de 1997:
«¡Bienaventurada
tú, que has creído!» (Lc 1, 45). La primera bienaventuranza que se menciona en
los evangelios está reservada a la Virgen María. Es proclamada bienaventurada
por su actitud de total entrega a Dios y de plena adhesión a su voluntad, que
se manifiesta con el «sí» pronunciado en el momento de la Anunciación. Al
proclamarse «la esclava del Señor» (Aleluya; cf. Lc 1, 38), María expresa la fe
de Israel. En ella termina el largo camino de la espera de la salvación que,
partiendo del jardín del Edén, pasa a través de los patriarcas y la historia de
Israel, para llegar a la «ciudad de Galilea, llamada Nazaret» (Lc 1, 26).
Gracias a la fe de Abraham, comienza a manifestarse la gran obra de la
salvación; gracias a la fe de María, se inauguran los tiempos nuevos de la
Redención.
En la
Visitación de María encontramos reflejadas las esperanzas y las expectativas de
la gente humilde y temerosa de Dios, que esperaba la realización de las
promesas proféticas. La primera lectura, tomada del libro del profeta Miqueas
anuncia la venida de un nuevo rey según el corazón de Dios. Se trata de un rey
que no buscará manifestaciones de grandeza y de poder, sino que surgirá de
orígenes humildes, como David, y, como él, será sabio y fiel al Señor. «Y tú,
Belén, (…)pequeña, (…) de ti saldrá el jefe» (Mi 5, 1). Este rey prometido
protegerá a su pueblo con la fuerza misma de Dios y llevará paz y seguridad hasta
los confines de la tierra (cf. Mi 5, 3). En el Niño de Belén se cumplirán todas
estas promesas antiguas.
(…)Como acabo
de recordar, el Evangelio de hoy nos presenta el episodio«misionero» de la
visita de María a Isabel. Acogiendo la voluntad divina, María ofreció su
colaboración activa para que Dios pudiera hacerse hombre en su seno materno.
Llevó en su interior al Verbo divino, yendo a casa de su anciana prima que, a
su vez, esperaba el nacimiento del Bautista. En este gesto de solidaridad
humana, María testimonió la auténtica caridad que crece en nosotros cuando
Cristo está presente».