La Iglesia nos presenta hoy la figura de dos personajes de la historia de la salvación, la figura del profeta Elías, y la de Juan el Bautista. El primero encarna la representación del Dios del Antiguo Testamento, la segunda inicia la andadura del Nuevo. Parece que con estas dos lecturas presentadas el mismo día, la Iglesia quiere establecer una comparación entre estas dos figuras y lo que representan.
Elías es el profeta de fuego, “cuyas palabras eran horno encendido”. Representa al Dios del Antiguo Testamento, un Dios poderoso, terrible y temible, que se muestra con gran poder y majestad. Temido por sus amigos y sus enemigos, por su justicia y poder. El Señor, por aquella época, trataba al hombre con la mentalidad estricta y primitiva de la cultura del Antiguo Testamento. Se acomodaba a su manera tosca y primitiva de entender la dignidad del ser humano. Recordemos que en otro pasaje a raíz de la controversia entre la ley de Moisés y la de Jesús sobre el divorcio, el Señor dirá: “Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto”.
Juan el bautista por su parte, el último de los profetas, el precursor del Mesías, representa la llegada de la plenitud de los tiempos, la llegada de una nueva era, la del Nuevo Testamento. La manifestación de Dios a su pueblo es revelada ahora en toda su Verdad. Juan representa el culmen de la preparación del pueblo de Dios para poder acoger Su venida. Es el paso del Dios del Antiguo Testamento al Dios del Nuevo Testamento. Del Dios de la justicia al Dios de la misericordia. A pesar de los cientos de años de espera y preparación, el Dios del amor y la misericordia no dejará de provocar una revolución en la mentalidad judía.
Juan, un hombre que habita en el desierto, que se alimenta de miel y saltamontes, que se cubre con una piel de camello, que no realiza grandes prodigios, que no es temido por su poder y su fuerza. Un profeta que únicamente clama en el desierto y que es tan humilde que no se considera digno de desatar la correa de la sandalia de Aquel a quien precede. Un hombre que morirá en la soledad de una prisión, por el resentimiento de una mujer, bajo el antojo de un reyezuelo.
Juan representa al Dios de los cristianos, un Dios humilde y sencillo, expuesto al rechazo de los hombres; lejos de poder ser considerado temible. Que permite ser abandonado por sus amigos y maltratado por sus enemigos. Que no conoce el resentimiento. Cuya esencia es el amor frente al temor del Antiguo Testamento.
Esta es la realidad que hoy nos anticipa la Iglesia en este segundo sábado de adviento. La realidad de un Dios que, llegando a la plenitud de los tiempos, se nos muestra en toda su pequeñez, la de un niño recién nacido.
Esta es la realidad que meditamos en estos días de adviento y que la tenemos también presente a lo largo de todo el año en otro milagro mayor: Este mismo Dios que se hace trozo de pan para ser comido por los hombres.