Dentro de la
octava de Navidad, esta fiesta tan solemne en la que celebramos el comienzo de
nuestra salvación, la Iglesia a través de su liturgia nos propone, justamente
después del día 25 al primer mártir, San Esteban, el día 27 nos ha
propuesto al apóstol y evangelista san Juan y hoy 28 nos presenta a los
Santos Inocentes, mártires que murieron en la persecución de Herodes de la que
se libró Jesús por el aviso del ángel saliendo huyendo a Egipto.
Dejando aparte
todo lo que se ha convertido este día de bromas e inocentadas en familia y en
la sociedad, si nos adentramos en lo que quiere que vivamos en este día y a lo
largo de toda nuestra vida, la Iglesia, es el carácter martirial de nuestra
vocación que recibimos a partir del bautismo.
Cuando nos
enseñaron en catequesis, el Bautismo, la puerta de entrada en la Iglesia,
limpia todos los pecados por la fe que profesamos en ese momento, nos hacemos
hijos de Dios y herederos del cielo, por lo cual tenemos que estar dispuestos a
dar la vida con tal de no perderlo, nos hablaban de los tres modos de Bautismo:
De agua que es el que normalmente hemos recibido todos, de deseo, que es aquel
que hubieran deseado recibir todos aquellos que no lo han conocido y el de
sangre, cuando estamos dispuestos a dar “la sangre”, es decir, la vida,
consciente o inconscientemente como es el caso de estos niños, por la fe en
Jesús, por la salvación propia o de los hombres.
En uno de
nuestros himnos, cantamos “que más gloria que ser mártir, mártir, a mayor
gloria de Dios”. Esto es lo que hacen estos niños en la eternidad, dar gloria a
Dios y así nos lo indica la antífona de entrada: “Los niños inocentes murieron
por Cristo, son el cortejo del Cordero sin mancha, a quien alaban diciendo:
“Gloria a ti Señor”
Pero para
insistir más en ello, la oración colecta comienza de lamisca forma: “Los
mártires inocentes proclaman tu gloria en este día, Señor, pero no de palabra,
sino con su muerte; concédenos por su intercesión testimoniar con nuestra vida
la fe que confesamos de palabra”.
Por eso, hoy
que “todas mis intenciones, acciones y operaciones, sean orientadas en servicio
y alabanza (gloria) de tu divina Majestad” y así podamos darte gloria como
ellos con nuestra vida y quiero arrancarte la gracia de merecerlo”
¿Cómo nos
preparamos a ello? Por el martirio blanco de cada día, cumpliendo ejemplarmente
con nuestro deber, horario, estudio, trabajo, no poniendo dificultades ni
pegas, resolviéndolas; obedeciendo, buscando en todo y siempre la voluntad de
Dios que se presenta en el momento presente por lo que tengo que hacer o un
imprevisto ante el cual no pongo mala cara sino una sonrisa y un decir
interior” “Eres Tú Señor quien estás detrás, Señor”.
El P. Morales
en la semblanza para este día, nos invita a testimoniar con nuestra vida: “El
cristiano no se contenta con seguir a Jesús con solo palabras que se las lleva
el viento. Ni con solo sentimientos que van y que vienen como la marea.
Es roca y no corcho que se agita a merced de los latigazos de las olas.”
San José a
quien podemos contemplar a través del texto del Evangelio cuando se le aparece
el ángel y a la orden del ángel: “Levántate, coge al niño y a su madre y huye a
Egipto,…” nos enseña con una obediencia pronta, sin cavilaciones, pegas, quejas
a miles que se le podían haber ocurrido, a ejecutar lo que se le manda. Sabe
que Dios dispone las cosas para que seamos santos y todas las
dificultades de la vida y del camino, no son más que peldaños.
Mientras,
María conservaba todas estas cosas en su corazón en silencio amoroso de Madre
que calla, sufre y ama.