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«Alegraos.»
¡Aleluya¡ significa ¡alabad al Señor! Y nos sabe a esa alegría
de que habla el Señor resucitado. La alegría cristiana se resuelve en la
alabanza divina. Es alegría para el que antes sufrió lo tristeza. La
resurrección es fuente de una alegría que nada nos puede arrebatar pues su
causa ya no es caduca y por la fe nos vinculamos directamente con el
Resucitado. La liturgia nos invita a unos días de celebración alegre que debe
inspirar nuestra oración.
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«No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me
verán.»
El vínculo con el Resucitado lo podemos descubrir en un detalle
de los evangelios: Jesús usa la palabra hermanos para referirse a los
discípulos, esto es una novedad. A lo largo del evangelio solamente encontramos
esta forma de proceder en el pasaje del juicio final (“cada vez que lo
hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” Mt
25, 40). Por la resurrección se inaugura una nueva realidad. Esta unidad
personal con Jesucristo nos hace orar a Dios como Padre movidos por el
Espíritu, es la oración de Jesús.
«Dios
resucitó a este Jesús, de lo cual todos nosotros somos testigos. Ahora,
exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que
estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo.»
La oración nos hace testigos, con el mismo testimonio recibido de los
apóstoles. Es el testimonio de la Iglesia por los siglos en todos sus miembros.
Cada uno da este testimonio según la gracia de Cristo y su propia colaboración
a esta gracia. Hoy, solemnidad de la resurrección prolongada ocho días, pidamos
la gracia de ser testigos con nuestras acciones y palabras. El amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
No tengamos miedo.