Hoy vamos a escuchar unas palabras lapidarias de Jesús. Están encuadradas en el capítulo largo de del evangelio de san Juan, en el discurso de la Eucaristía.
En estos días de pascua es muy fácil meternos en la escena como si estuviéramos presentes. Esto es lo que nos pide san Ignacio de Loyola para llegar a un conocimiento más íntimo de Jesús. De Jesús que vive en mí y en las personas que me rodean. Está presente y resucitado. Si está presente y resucitado, vivo para siempre, ¡qué fácil es escucharle y hablar con Él!
Solamente nos vamos a fijar en dos frases de este texto del evangelio de San Juan. Después de leer los versículos anteriores llegamos a esta súplica, que se la tengo que repetir muchas veces a lo largo de este día:
“Señor, danos siempre de este pan”
Y Jesús contestó:
“Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el cree en mí nunca pasará sed”.
Cada día que me acerco a comulgar en la Eucaristía debo de escuchar o por lo menos estar preparado para encontrarme con el Pan de Vida. Es un pan muy especial. Fíjate en lo que dice. No pasaremos ni hambre ni sed.
Ahora te explicas por qué hay tantas personas que viven una vida totalmente entregada y alegre, en los conventos y casa religiosas, multitud de sacerdotes y personas consagradas en el mundo… y multitud incontable de padres y madres de familia, en medio del mundo, que viven con los pies bien fijos en la tierra, entregando su vida por los más cercanos, por lo que más cuesta entregarla, y con la mirada fija en el cielo. Viven como peregrinos. Pero no tienen miedo, se alimentan con el Pan de la Vida. No tendrán ni hambre ni sed, nunca.
Ni hambre ni sed, porque aunque la sientan, con este Pan, con este maná que hay que recibir cada día, se liberan del pecado que es insaciable. Esa sed insaciable se manifiesta de diferentes maneras como: deseo de aparentar, de dinero, de poder. Con este Pan se amortiguan todos estos deseos que nacen del pecado y que los alienta, el demonio, el mal espíritu.
Y terminamos mirando a la Virgen, la Madre que nos ofrece el fruto bendito de su vientre, el Pan de la Vida, con esta oración que se recita después de la comunión:
“Mira, Señor, con bondad a tu pueblo, y ya que has querido renovarlo con estos sacramentos de vida eterna, concédele la resurrección gloriosa”.