Os
propongo una contemplación basada en tres relatos evangélicos de la
resurrección, centrada en tres palabras: VER, OÍR, TOCAR.
VER
En
el evangelio de Juan (cap. 20), en el fragmento que se proclama en la misa del
Domingo de Pascua, se lee que Pedro y el discípulo amado corrieron al sepulcro
cuando Magdalena les anunció que el cuerpo de Jesús había desaparecido, que
Pedro entró primero en el sepulcro y observó “las vendas en el suelo y el
sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas,
sino enrollado en un sitio aparte”, que luego entró el discípulo y “vio y
creyó”.
¿Qué
vio el discípulo? ¡Los signos de la muerte de Cristo! (vendas mortuorias y
sudario). Sin embargo, creyó, dio el paso a la fe en la vida nueva de
Jesucristo. Vio unos signos de muerte y creyó en la vida eterna y en Jesús el
viviente.
Los
signos, ciertamente, presentaban una disposición inusual: Las vendas estaban en
su sitio, en el lugar del cuerpo de Jesús, pero parecían como desinfladas, como
si el cuerpo se hubiera evaporado; el sudario estaba enrollado, como si hubiera
sido guardado en sitio aparte con esmero e intención. En cualquier caso, el
salto a la fe en la resurrección de Jesús fue una gracia que recibió el
discípulo amado, antes que Pedro y los demás apóstoles.
Ver
y creer: ¿Qué tipo de mirada nos acerca a la fe? Podríamos pensar en una mirada
exclusivamente focalizada en la bondad, en el éxito, en el “lado bueno” de la
vida. Y ciertamente esa mirada es necesaria y puede conducirnos derechamente al
autor de la verdad y del bien, a Dios. Es una mirada de fe.
Pero
el evangelio se refiere precisamente a lo contrario. Ver y “experimentar” los
signos de la muerte: el pecado, la debilidad, la limitación en sí mismo, en los
demás y en la Iglesia… ver todo eso, que representa la negatividad, y sin
embargo creer, confiar, abandonarse en la fe en Dios. ¿Cómo es posible? La
esperanza es la virtud sobrenatural que nos permite superar la visión pesimista
y exclusivamente centrada en lo natural, para dar el salto y descubrir la
fuerza de Dios que, como experimentó San Pablo, actúa en nuestra flaqueza. La
debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza del mal y el pecado. Éste es el
poder de la esperanza, activar nuestra fe en Dios Padre Bueno y en Jesús
nuestro Salvador en los momentos y en las situaciones de oscuridad y
decaimiento. La esperanza es la nueva luz, la otra mirada posible, que expresa
la victoria de la fe sobre el poder (el falso poder) del mundo y el diablo.
OÍR
Según
el evangelio de Juan (cap. 20), María Magdalena permaneció desconsolada y
desconcertada junto al sepulcro vacío de Jesús. Se inicia así un relato de
encuentro con el Resucitado en una atmósfera de intensa afectividad. María
Magdalena sólo es capaz de salir de sí y ver la verdad, al mismo Jesús vivo,
cuando resuena en su interior la voz del Amado: “Jesús le dice: ¡María!… Ella
se vuelve y le dice: ¡Rabboni!, que significa ¡Maestro!”
El
amor crea lazos entre los amantes, los hace “interdependientes”. La caridad de
Dios, a través de la muerte y resurrección de Jesucristo, ha restablecido las
relaciones entre Dios y el hombre, que el pecado había dinamitado. El amor de
Jesús había arrancado a Magdalena de su egoísmo, de su girar sobre sí misma,
porque el pecado (los siete demonios que de ella había expulsado, según dice Mc
16,9) nos autocentra y nos impide abrirnos al amor de Dios y al amor verdadero
al otro.
Para
descubrir la presencia amante del Resucitado que siempre nos busca y acompaña,
debemos a menudo revivir la experiencia de la consolación (que es la situación
espiritual propia del tiempo pascual), debemos refrescar en el recuerdo de la
oración y del corazón los momentos y vivencias de intensa relación afectiva con
el Señor, las gracias de consolación, los textos de la Escritura, los ratos de
oración que nos han hecho sentir qué grande y bueno es el Señor.
Porque
la fe actúa por la caridad, y ésta es la respuesta humana que Dios suscita en
nosotros al hacernos sentir y saborear su Amor infinito y misteriosamente
cercano y real, necesitamos oír la voz de Dios que nos llama por nuestro propio
nombre con un acento personal, singular y único.
TOCAR
También
el evangelio de Juan (cap. 20) alude a la conmovedora aparición de Jesús a
Tomás, el apóstol de la incredulidad, convertido en el gran confesor de la
divinidad de Cristo.
“A
los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó
Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: Paz a vosotros.
Luego dijo a Tomás: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela
en mi costado… Contestó Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!”
Tocar
a Cristo con fe es entrar en comunión con el mismo Dios. La gracia específica
de la Pascua es la irrupción de la vida divina en la humanidad a través del
propio cuerpo del Salvador Jesús que, para siempre, queda sumergido en la vida
trinitaria. Por tanto, tocar el cuerpo llagado y glorificado de Cristo es
participar de la comunión de Jesús en la vida y el amor de Dios. Este es el
sentido místico de esta contemplación, que se hace realidad para cada uno en la
recepción de cada sacramento y en especial en la sagrada comunión.
Hay
también una perspectiva moral o ascética de este tocar a Cristo y entrar en la
comunión con Dios. Se trata de nuestro empeño, materializado en la renovación
de las promesas bautismales propia de la liturgia Pascual, de tender a la
santidad, a la plena identificación con la voluntad de Dios. Entrar en comunión
con Dios, según el ejemplo de Cristo, es consentir plenamente a la voluntad de
Dios en la vida personal y eclesial. Hacer de la voluntad del Padre nuestro
alimento es tocar a Cristo, tener sus mismos sentimientos y, en consecuencia,
participar del misterio de Cristo: “nuestra vida está escondida con Cristo en
Dios”.