* Primera lectura: La Iglesia en Antioquía se lanza decididamente a la evangelización de los paganos y consigue la conversión de muchos de ellos. Bernabé, enviado de la Iglesia en Jerusalén, se alegra y va en busca de San Pablo en Tarso. Nosotros estamos llamados a colaborar en la expansión de la Iglesia, nos reunimos en asamblea eucarística para recibir la fuerza del Espíritu, que nos haga proclamar universalmente, de palabra y de obra, el Evangelio del Señor.
Los predicadores de Antioquía son cristianos de a pie, corrientes, por eso dice San Juan Crisóstomo:
«Observad cómo es la gracia la que lo hace todo. Considerad también que esta obra se comienza por obreros desconocidos y sólo cuando empieza a brillar, envían los Apóstoles a Bernabé» (Homilía sobre los Hechos 25).
* Salmo: El Señor ha cimentado a su pueblo y ha atraído a todos hacia Él. Nosotros, el nuevo Pueblo de Dios, debemos trabajar constantemente para que la Iglesia de Cristo se afiance constantemente como el Reino de Dios entre nosotros. El Señor nos ha elegido como pueblo suyo. Esto no sólo nos ha de llenar de un santo orgullo, sino que nos debe comprometer a proclamar el Nombre de nuestro Dios a todos los pueblos, para que todos puedan ingresar a formar parte de la Iglesia y, con una vida sincera y llena de amor, vayamos haciendo realidad el Reino de Dios entre nosotros.
* Evangelio:
«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco»
Jesús mira a los hombres como el Buen Pastor, que toma bajo su protección a las ovejas que le son confiadas y se ocupa de cada una de ellas. Entre Él y ellas crea un vínculo de conocimiento, amor y fidelidad: «Escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10,27). La voz del Buen Pastor es siempre una llamada a seguirlo y estar con Él.
Cristo nos ha ganado no sólo con su ejemplo y con su doctrina, sino con el precio de su Sangre. Le hemos costado mucho, y por eso no quiere que nadie de los suyos se pierda. Y, misteriosamente, unos siguen la llamada del Buen Pastor y otros no. El anuncio del Evangelio a unos les produce rechazo y a otros alegría. ¿Por qué esto? San Agustín, ante el misterio abismal de la elección divina, decía: «Dios no te deja, si tú no le dejas»; no te abandonará, si tú no le abandonas. No des, por tanto, la culpa a Dios, ni a la Iglesia, ni a los otros, porque el problema de tu fidelidad es tuyo. Dios no niega a nadie su gracia, y ésta es nuestra fuerza: agarrarnos fuerte a la gracia de Dios. No es ningún mérito nuestro; sencillamente, hemos sido “agraciados”.
Aunque Dios quiere que todo el mundo crea y se salve, sólo los hombres humildes están capacitados para acoger este don. «Con los humildes está la sabiduría», se lee en el libro de los Proverbios (11,2). La verdadera sabiduría del hombre consiste en fiarse de Dios.
Santo Tomás de Aquino comenta este pasaje del Evangelio diciendo: «Puedo ver gracias a la luz del sol, pero si cierro los ojos, no veo; pero esto no es por culpa del sol, sino por culpa mía». Fiémonos, pues, de Cristo, porque Él es el único que ha podido decir: «Yo les doy la vida eterna» (Jn 10,28).
ORACIÓN FINAL:
Dios todopoderoso, que derramaste el Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en oración con María, la Madre de Jesús, concédenos, por intercesión de la Virgen, entregarnos fielmente a tu servicio y proclamar la gloria de tu nombre con testimonio de palabra y de vida. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.