“Inmaculada Madre de Dios, alcanza a tu Iglesia el gozo de
la Pascua”. Este es el comienzo de una de las oraciones que el Padre Morales
nos dejó para este tiempo de Pascua. Y continúa esta oración describiendo en
qué consiste este gozo: “Fe creciente, esperanza cierta, alegría desbordante,
paz imperturbable, amor ardiente”.
Lo primero que tenemos que darnos cuenta es que es una gracia que tenemos que
alcanzar, es decir, que implorar. La resurrección del Señor ya ha sido
consumada, pero ahora ha de serlo en cada uno de nosotros. Alcánzanos, pues
Madre, el gozo de la Pascua y que esta se manifieste a través de:
ü Una fe creciente. Porque tú sabes lo que cuesta pasar del
dolor del viernes de pasión a la alegría del domingo de la resurrección. Lo
experimentaste en ti misma y lo viste en los discípulos de tu Hijo. Necesitamos
crecer en la fe para vivir el gozo de la Pascua. Necesitamos recorrer el camino
de la cincuentena pascual. Porque nuestra fe es como la de los discípulos que
caminaban a Emaús. Que aún andando con el Señor al lado no eran capaces de
reconocerle. Pero nuestra fe puede ir acrecentándose a lo largo del camino, de
modo que nuestro corazón vaya poco a poco ardiendo hasta descubrirle también
nosotros en la fracción del pan.
ü Una esperanza cierta. Porque a pesar de todas las
apariencias en contra “resucitó de veras mi amor y mi esperanza” como canta el pregón
pascual. Necesitamos la certeza de saber que Cristo, una vez resucitado,
salvará al mundo del pecado y de la ruina. Y no solo al mundo, también a mí.
Necesito recordar que si fue capaz de acoger al buen ladrón en el peor momento,
en el suplicio de la cruz, con cuanto mayor gozo se acordará ahora de mí.
ü Una alegría desbordante. Es la consecuencia lógica de todo
lo anterior. Una alegría desbordante, delirante, comunicativa, expansiva, como
la de María Magdalena, como la de San Pedro. Que nos lleve a hacer locuras y
lanzarnos al agua sin pensarlo dos veces, o como los apóstoles, que salieron
del sanedrín contentos de haber sufrido por Cristo, porque tampoco nosotros
podemos menos que contar lo que hemos visto y oído.
ü Una paz imperturbable. Sabemos que si Cristo no hubiera
resucitado, vana sería nuestra fe, ridícula nuestra esperanza y ficticia
nuestra alegría. Pero no, nuestra fe no es vana, nuestra esperanza es cierta y
nuestra alegría es real. Por eso vivimos con la paz imperturbable de los hijos de
Dios. La Paz de saber que, pase lo que pase, las puertas del infierno no
prevalecerán sobre su Iglesia. Que Cristo ha vencido y nosotros con Ël.
ü Un amor ardiente. Es el distintivo del cristiano, de aquel
que sigue a Cristo muerto y resucitado. Es el mensaje eterno del evangelio, el
amor ardiente, operante y efectivo, hecho vida. El amor que nace de un alma en
paz consigo misma, que con la certeza haber sido salvada no se da vueltas ni se
reserva sus fuerzas, que su gozo y su alegría es el Señor.