Estamos en los últimos días del mes de octubre, mes de la misiones, cargado de significado cristiano, de responsabilidad apostólica, de ilusiones y de proyectos. El santoral empieza con Santa Teresita, doctora de la Iglesia y patrona de las misiones; y después de celebrar santos de la categoría de San Francisco de Borja, San Francisco de Asís, Santa Teresa de Jesús, San Pedro de Alcántara o el gran misionero San Antonio María Claret, termina prácticamente, día 30 de octubre, con el San Alonso Rodríguez, uno de los grandes de la Compañía de Jesús. Un gran místico que destacó por su humildad.
Como oración preparatoria a la meditación de hoy, propongo esta de San Antonio María Claret: "¡Oh Corazón de María, fragua e instrumento del amor, enciéndeme en el amor de Dios y del prójimo!".
Como composición de lugar podemos pensar en el mundo de hoy, en su complejidad, en todos los hombres, siempre necesitados de ser redimidos del pecado; y también en los creyentes y en su responsabilidad de anunciar el Evangelio.
La primera lectura es de la carta de San Pablo a los Romanos (Rm 7, 18-25a):
El realismo de estas palabras nos hace a san Pablo muy próximo a nuestros problemas y debilidades. Él, como nosotros, pensaba una cosa y la deseaba, pero la carne exigía su parte, y le frenaba sus impulsos de bondad. Gracias, Pablo, por mostrarnos que es en la debilidad donde se hace presente y actuante el poder de Dios misericordioso y fiel.
Nos muestra la más dramática descripción de la «condición humana»: el hombre es un ser dividido, que aspira al bien y que hace el mal.
Es siempre un error y es superficial, acusar a los demás, al mundo, para justificar o excusar las propias caídas: el mal es mucho más radical que todo esto, «habita» en el hondón de nuestra conciencia que está falseada. “No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero”.
¿Por qué esa lucha en el fondo de nuestro ser? ¿Por qué hay en nosotros lo mejor y lo peor? ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? Jesucristo. Por esta liberación, gracias sean dadas a Dios por Jesucristo, nuestro Señor. El optimismo de san Pablo no es ingenuo. Es la conclusión de un análisis riguroso de la impotencia del hombre para salvarse. La Eucaristía, entre otros medios, nos ofrece la comunión con Aquel que "quita el pecado del mundo".
El evangelio de hoy (Lc 12, 54-59) nos habla de la necesidad de discernir los signos de los tiempos: ¿Por qué será, sugiere Jesús, que personas que saben mucho sobre el conocimiento de las tierras, vientos, nubes, leyes, aconteceres de interés más o menos material, no se muestran también expertas en discernir los signos del tiempo presente, que es tiempo de Cristo y del Espíritu?
Nuestro tiempo es único, el que nos ha tocado en suerte, y en él hemos de fructificar espiritual, cultural, socialmente.
El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes (n. 4), actualiza el Evangelio de hoy: «Pesa sobre la Iglesia el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio (…). Es necesario, por tanto, conocer y comprender el mundo en que vivimos y sus esperanzas, sus aspiraciones, su modo de ser, frecuentemente dramático».
Dios no ha abandonado su mundo. Como recordaba san Juan de la Cruz, habitamos en una tierra en la que anduvo el mismo Dios y que Él llenó de hermosura.
Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.
Cántico espiritual, San Juan de la Cruz.