Ofrecemos nuestras vidas al Corazón de Cristo, por medio del Corazón
Inmaculado de Santa María, nuestra Reina y Madre, todos nuestros trabajos,
alegrías y sufrimientos. Y lo hacemos uniéndonos por todas las intenciones por
las que se inmola continuamente sobre los altares.
Avanzamos en el camino del Adviento hacia la luz que desborda de alegría en
el nacimiento de Jesucristo. La fiesta de la Navidad es una fiesta de alegría y
no hay hueco para la tristeza. Y esto muchas veces supone una superación
interna porque el corazón no está predispuesto para dejarse llevar del gozo de
la gran noticia de la venida del Salvador.
En las lecturas de la misa de mañana aparece un protagonista claro, Juan el
Bautista, el Elías que tenía que venir. Realmente Juan tenía que ser una figura
portentosa, atraía a los hombres hacia él y, con su ejemplo y austeridad, movía
a la conversión y preparaba los corazones para el encuentro con Cristo. Pero a
él no le importaba su vida. Sabía por lo que había nacido, conocía su misión:
ser el mensajero. Y ahora habían llegado los últimos momentos de su vida que se
completarían con la entrega de su propia vida. Con dolor dice Cristo que “lo
trataron a su antojo”, al mayor nacido de mujer. Nunca volverá ya a existir un
hombre de la talla de San Juan, el más grande aquí en la tierra.
Pero Juan es igualmente un adelanto del futuro desenlace de la vida de
Jesús. “Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos (los
judíos)”. En esta afirmación de Cristo se deja entrever la misión de Cristo: el
sufrimiento, el abandono. Cuando uno escucha estas palabras, en una sociedad
como la de hoy, producen rechazo, como a Pedro cuando se opuso tenazmente a la
Pasión del Señor, porque todavía no le conocía.
Precisamente hoy celebramos a San Juan de la Cruz. Amor al abandono, a los
sufrimientos, en una palabra, a la Cruz. Este sí que es un misterio, una
gracia, el amor a la cruz. Las Bienaventuranzas, todo tiene relación, los que
sufren, los que lloran, los perseguidos,… San Juan de la Cruz entendió y vivió
que, cuando uno ama, quiere asemejarse al amado. Por eso amó la Cruz y fue
precisamente aquí donde encontró la dulzura: “Quien no sabe de penas, en este
valle de dolores, no sabe de cosas buenas ni ha gustado de amores, pues pena es
el traje de amores”.
Nos puede ayudar en la oración el acompañar a la Virgen, que espera.
Alégrate, hija de Jerusalén, salta de gozo, los montes destilarán dulzura, los
collados manarán leche. Quedarnos junto a María, que espera el fruto deseado,
no hay que decir nada, sólo acompañar y gozarse con ella, estar con ella.