El Evangelio de hoy nos habla de una casa. Y de unos cimientos sobre los que puede asentarse la casa. Y a las puertas de la festividad de la Inmaculada Concepción uno piensa en cómo sería la casa de María. Por supuesto, cimentada sobre roca. Quien visita Nazaret no puede dejar de pensar en que no sobre roca, sino en la misma roca estaría la casa de María. En su materialidad, pero también construida espiritualmente en la roca de la fe. “Dichosa tú que has creído”.
La casa de María. De la mano del P. Pedro Mª Iraolagoitia, S.J. vamos a visitar la casa de María: “Allí está el fuego, María. Ese fuego que Tú enciendes y mantienes todos los días. Ese fuego que cada día brilla más y calienta más.
María, sabes muy bien que ese fuego del hogar lo necesitan todos los días Jesús y José… y sabes que eres Tú, la Madre y Esposa, la que tendrás que cuidar que siga calentando el hogar; la que muchas veces tendrás que consumirte a Ti misma para que el fuego siga ardiendo.
El fuego que muchos días cuesta encender en los hogares: el fuego del hogar que a veces hay que mantener aun a costa de quemarse las manos… y el corazón.
La mesa. Otra cosa muy importante en la casa. Es algo que va a unirnos varias veces al día a los miembros de la familia. A veces, por desgracia, es algo que separa un metro nuestros cuerpos, mientras una distancia mucho mayor ha separado nuestras almas.
Tu mesa, María, puesta siempre con gusto por Ti. Donde pones la comida, donde pones tus labores, donde pones tus flores, tu cariño y tu amor.
Tu mesa, que fabricó José, pero que la has puesto Tú a tu gusto en el centro de la casa. Una mesa donde siempre hay puesto para el pobre, para el peregrino que pasa y puede llamar a tu puerta. Tú vislumbrabas que un día tu Hijo iba a decirnos que el Reino de Dios es como una gran mesa donde un Rey va a invitarnos a todos. Tú vislumbrabas que un día tu Hijo iba a presidir una mesa diciendo: “Venid y comed todos, porque este es mi Cuerpo”
Hay siempre un lado abierto en tu mesa, María. En los otros tres estáis vosotros: Jesús en medio de los dos; José frente a Ti; Tú, del lado de la cocina para mejor servir…
María, Tú sabes que hay otros estilos de poner la casa.
Por ejemplo: hay quien, en lugar de ponerla estilo hogar, como Tú, la ponen estilo hotel o posada; un lugar más o menos elegante o impersonal, a donde se va a comer, a dormir, a tomar una ducha o a cambiarse de traje…
Otras casas están puestas estilo sala de espera. Son casas en las que no arde el fuego del hogar. Son como un espacio entre dos calles, como una pausa entre dos huidas, como una noche entre dos noches. No son un hogar para amar y reposar, son como una plataforma que se pisa unos instantes para olvidarla siempre.
Tú, María, tenías la casa puesta de otro estilo.
Para Ti la casa era el santuario del amor y del sacrificio; el templo donde brota la vida humana, donde crece y se forma el espíritu del ser humano.
Tenías muy bien puesta tu casa, María; con mucho acierto y mucho gusto.
La tenías tan bien puesta que Dios, cuando vino del Cielo, eligió tu casa entre todas las casas, para habitar en ella.
Tan bien puesta que Dios, que venía al mundo para realizar tantas cosas, se enamoró tanto de tu casa, que estuvo en ella treinta años, y solo empleó tres para las demás cosas.
Enséñanos a poner bien nuestra casa, María.
Como Tú la tenías…, como le gusta a Dios”.
Al igual que Juan, el discípulo amado, recibamos en nuestra casa a María. Ella sabrá prepararla de forma tal que un día podremos escuchar del Señor: “Hoy quiero hospedarme en tu casa”.