En el nombre del Padre que nos creó, del Hijo que dio su vida por nosotros y del Espíritu que nos llena con su amor. Con la ayuda de Santa María iniciamos la oración, preparándonos desde ahora.
Llama la atención como la reina Ester trata con el Señor, como con un amigo. Aunque pasa momentos angustiosos, se hace pequeña y se abandona. Reconoce que no tiene otro auxilio fuera de Dios.
¡Qué bien cuadra la oración del Salmo!: “Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma”.
Estos testimonios nos dicen que, a través de la oración, no sólo desahogamos el corazón y confiamos en el Señor, sino que se nos regala lo que necesitamos: “acreciste el valor en mí alma”.
Todo lo anterior viene a corroborarlo Jesús en el evangelio. Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá… Queremos no cansarnos de pedir y, en el momento menos pensado, seremos escuchados. Es un consuelo saber que, en cualquier lugar, el Señor está cerca (mejor, en lo profundo del corazón). Él espera nuestra llamada y está deseando regalar consuelo, fuerza y aquello que pedimos (si nos conviene).
La verdad es que en la oración nos convertimos en pobres que sienten que solo desde el Corazón de su Señor pueden tirar hacia delante para vivir. Dios, sin embargo, nos pide también una respuesta importante a la que no podemos decir no ante su generosidad. El actúa en nosotros a través de la oración y ablanda nuestro corazón. Por eso nos pide: “tratad a los demás como queréis que ellos os traten”. Dios siempre da cosas buenas. Ofrezcamos lo mejor de nosotros mismos para los demás.