* Primera lectura: El profeta suplica a Dios que no abandone a su pueblo, sino que realice en él las promesas, de manera que Israel, ahora triste y abatido, pueda rehacer su vida. La segunda parte de la lectura es como una composición sálmica en la que el profeta exulta de gozo pensando en el futuro perdón de Dios, como garantía de las promesas que se van obrando entre los altibajos de la historia humana. El texto tiene como tres sabores: de oración de súplica, pues pide a Dios que nos pastoree con amor; de confesión de fe, pues ese Dios pastor es tan cercano y comprensivo que nos perdona; y de esperanza, pues, ese Dios perdonador se mantendrá siempre a nuestro lado.
* Salmo: Alabemos a Dios, nuestro Padre, porque ha sido misericordioso para con nosotros. Él nos ha perdonado y ha alejado para siempre de su presencia todos nuestros pecados. En Cristo Jesús hemos conocido el Rostro amoroso y misericordioso de Dios. El Señor no se ha quedado en promesas de salvación. Él ha cumplido su palabra y nos llama para que, creyendo en Jesús, hagamos nuestros su amor y su vida. Dios sabe que somos frágiles, inclinados al pecado. Tal vez muchas veces la concupiscencia nos llevó por caminos de rebeldía a Dios. Pero el Señor, cuando ve que volvemos a Él con el corazón arrepentido, se nos muestra como un Padre lleno de amor y de ternura para con nosotros. Aprovechemos este tiempo de gracia del Señor para volver a Él y, recibido su perdón, caminar en adelante como hijos de Dios, glorificando su Santo Nombre con nuestras buenas obras.
* Evangelio: Oramos con este texto del Beato Juan Pablo II en la homilía del Domingo 16 de marzo de 1980 en su visita pastoral a la parroquia romana de San Ignacio de Antioquia:
“Por medio de la parábola del hijo pródigo, el Señor ha querido grabar y profundizar esta verdad, espléndida y riquísima, no sólo en nuestro entendimiento, sino también en nuestra imaginación, en nuestro corazón y en nuestra conciencia. Cuántos hombres en el curso de los siglos, cuántos de los de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los rasgos fundamentales de propia historia personal. Son tres los momentos clave en la historia de ese hijo, con el que se identifica, en cierto sentido, cada uno de nosotros, cuando se da al pecado.
Primer momento: El alejamiento. Nos alejamos de Dios, como se había alejado ese hijo del padre, cuando empezamos a comportarnos respecto a cada uno de los bienes que hay en nosotros, tal como él hizo con la parte de los bienes recibidos en herencia. Olvidamos que ese bien nos lo ha dado Dios como deber, como talento evangélico. Al operar con él, debemos multiplicar nuestra herencia, y, de ese modo, dar gloria a Aquel de quien la hemos recibido. Por desgracia, nos comportamos, a veces, como si ese bien que hay en nosotros, él bien del alma y del cuerpo, las capacidades, las facultades, las fuerzas, fuesen de nuestra propiedad exclusiva, de la que podemos servirnos y abusar de cualquier manera, derrochándola y disipándola.
Efectivamente, el pecado es siempre un derroche de nuestra humanidad, el derroche de nuestros valores más preciosos. Esta es la auténtica realidad, aun cuando pueda parecer, a veces, que precisamente el pecado nos permite conseguir éxitos. El alejamiento del Padre lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad, y disipa en sí mismo su herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia de la gracia.
El segundo momento en nuestra parábola es el del retorno a la recta razón y del proceso de conversión. El hombre debe encontrar de nuevo dolorosamente lo que ha perdido, aquello de que se ha privado al cometer el pecado, al vivir en el pecado, para que madure en él ese paso decisivo: "Me levantaré e iré a mi Padre" (Lc 15, 18). Debe ver de nuevo el rostro de ese Padre, al que ha vuelto las espaldas y con quien ha roto los puentes para poder pecar "libremente", para poder derrochar "libremente" los bienes recibidos. Debe encontrarse con el rostro del Padre, dándose cuenta, como el joven de la parábola, de haber perdido la dignidad de hijo, de no merecer acogida alguna en la casa paterna. Al mismo tiempo, deberá desear ardientemente retornar. La certeza de la bondad y del amor que pertenecen a la esencia de la paternidad de Dios, deberá conseguir en él la victoria sobre la conciencia de la culpa y de la propia indignidad. Más aún, esta certeza deberá presentarse como el único camino de salida, para emprenderlo con ánimo y confianza.
Finalmente el tercer momento: El retorno. El retorno se desarrollará como habla Cristo de él en la parábola. El Padre espera y olvida todo el mal que el hijo ha cometido, y no tiene en consideración todo el derroche de que es culpable el hijo. Para el Padre solo hay una cosa importante: que el hijo ha sido encontrado; que no ha perdido hasta el fondo la propia humanidad; que, a pesar de todo, vuelva con el propósito resuelto de vivir de nuevo como hijo, precisamente en virtud de la conciencia adquirida de la indignidad y de la culpa.
"Padre, he pecado..., no soy digno de llamarme hijo tuyo" (Lc 15, 21).
ORACIÓN FINAL:
Oh Dios, Padre de misericordia, cuyo Hijo, clavado en la cruz, proclamó como Madre nuestra a santa María Virgen, Madre suya, concédenos, por su mediación amorosa, que tu Iglesia, cada día más fecunda, se llene de gozo por la santidad de sus hijos, y atraiga a su seno a todas las familias de los pueblos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.