Comenzamos la oración uniéndonos de corazón a Jesús en el desierto. Le pedimos participar de su oración como Hijo y sentir la mirada amorosa del padre de los cielos sobre nosotros. Rezo con el salmo: “Mi alma tiene sed del Dios vivo, ¿cuándo veré el rostro de Dios?”.
La palabra de Dios en este día nos muestra el camino para que Dios pueda alcanzar nuestra vida, tocarnos y curarnos de nuestras enfermedades, cambiarnos el corazón. Lo vemos en la curación de Naamán el Sirio y, por contraste, en los nazarenos.
- El profeta Elías, hombre de Dios, indica a Naamán, enfermo de lepra, lo que debe hacer para quedar sano: bañarse siete veces en el río Jordán. Al general sirio le parece tan ridículo que se niega al principio y le tienen que convencer. Cuando obedece la orden del profeta, su carne queda limpia. Esperaba algo espectacular, pero el lenguaje de Dios es la sencillez.
- En Nazaret Jesús no puede hacer milagros porque no tienen fe en Él. Esperaban un Mesías espectacular y se resisten a aceptar al hijo del carpintero, que ha vivido como uno más durante treinta años entre ellos.
Y es que Dios ama la sencillez y se revela a los sencillos, a los que confían sin exigir pruebas. La fe humilde es el camino para que Dios entre en nuestra vida y pueda hacer sus maravillas. El río Jordán tiene un pequeño cauce en su transcurrir desde el lago de Tiberíades al Mar Muerto, entre tierras desérticas. Nazaret es una pequeña aldea de apenas cincuenta casas excavadas en la roca en la falda de una montaña de Galilea.
Para acoger a Dios tenemos que aprender a reconocer su presencia escondida en lo cotidiano, en el trabajo que desempeñamos, en las personas que nos rodean. Los ojos de la fe rasgan las apariencias de las cosas y los acontecimientos para descubrir la realidad de Dios Padre que gobierna todo según designios de amor. Busquemos en la oración la mirada del Padre que nos envuelve y su voz que nos dice con infinita ternura: “Tu eres mi hijo amado”, porque ve en nosotros a Jesús.