La oración de hoy es muy fácil, basta hacerla cerquita de la Virgen. “¡Qué bien, Madre, se hace oración contigo, qué descubrimiento!”(P. Morales). Si bien esto sirve para todos los días, con mayor motivo hoy que celebramos la Anunciación del Señor.
La escena de la Anunciación es la que más han plasmado pintores y escultores cristianos de todos los tiempos, famosísimas son las de Fra Angelico o la del Greco. A quien le ayude, puede tomar una de estas estampas para la composición de lugar de este día; pero quizás algo más sencillo sea imaginarse cada uno sentadito al lado de la Virgen y preguntarle, ¿Madre, cómo fue que te hiciste Madre de Dios y qué sentiste?
Recuperar el asombro
El primero de los puntos que propongo para meditar sobre la Encarnación es el asombro que la grandeza del misterio de la Encarnación debe suscitar en todos. Meditar sobre el "corazón de la gran novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que sólo Dios podía hacer y que solo se puede entrar con la fe" (Benedicto XVI).
Dios, se ha hecho carne, visible, ha recorrido como un hombre nuestras calles, ha entrado en nuestra historia. Y no lo ha hecho con la ostentación de un soberano sino con la humildad de un niño.
Dios se dona plenamente
En la Encarnación Dios se dona a sí mismo entregándose en su Único Hijo, Jesucristo. Este debe ser el modelo de entrega y donación de cada cristiano. Como lo hizo María. Ella no le entregó a Dios una parte de sí, ni una ofrenda material. Se entregó totalmente como esclava. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”
Ir más allá de las palabras
Este modo de actuar de Dios debe ser un estímulo poderoso para cada uno de nosotros, para cuestionarnos sobre el realismo de nuestra fe. La vida cristiana no debe limitarse a la esfera de los sentimientos, de las celebraciones, sino que debe entrar en la realidad, en lo concreto de nuestra vida. El cristiano debe mirar al mundo con ojos nuevos, con la mirada propia de un hijo de Dios. Mirarlo con el amor de Dios: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único” (Jn 3,16); un amor universal, como el que San Ignacio pide a sus hijos jesuitas, “que abrace a todas maneras de personas”, “aunque entre sí sean contrarias, y que sepa servir sin ofenderles”. (Constituciones).
Y terminemos con un coloquio a Nuestra Señora: ¡Oh Señora mía! ¡Oh Madre mía! Yo me ofrezco enteramente a ti y a tu Hijo Jesús. Ayúdame a seguirle y a imitarle, así nuevamente encarnado.