Lc 7, 11-17
Al iniciar la oración, como nos indica
san Ignacio, debo caer en la cuenta de que Dios me está esperando, ponerme en
su presencia, escuchar lo que Él quiere decirme y contarle lo que yo tengo en
mi corazón.
El relato que el evangelista san Lucas que nos presenta hoy son dos
comitivas que salen al encuentro: la comitiva de muerte, que acompaña a la
pobre viuda que va a enterrar a su único hijo y la comitiva de vida que
acompaña a Jesús. Allí se produjo el encuentro entre el dolor y el desamparo de
la pobre viuda y la misericordia y el amor del que pasó por la vida haciendo el
bien: “¡muchacho, a ti te lo digo, levántate…”. Y Jesús se lo
entregó a su madre.
Hoy sigue habiendo entre nosotros comitivas de muerte que estamos haciendo
todo lo posible por esconderlas. Ante estas comitivas secretas de muerte, sigue
hoy saliendo al encuentro la comitiva de la vida de Jesús. Es consolador
destacar que la primera vez que san Lucas califica a Jesús como “el Señor” es
para decir que “le dio lástima”, que sintió en su corazón la misma pena que
toda persona siente ante la muerte del hijo de una pobre viuda.
Hoy como siempre, necesitamos que entren en contacto esas dos comitivas,
porque forman parte inseparable de la vida y no podemos esconderlas. Es
necesario que la comitiva de la vida sea capaz de sentir el dolor ajeno, sobre
todo del que sufre y está solo. No se podrá devolver la vida a quien está
muerto, pero podremos entregar a tanto corazón destrozado, nuestro propio
corazón para que no pierda la esperanza en la vida eterna.
Si mantenemos viva la fe, nuestra personalidad, como afirma san Pablo, se
renovará día a día, “sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también con
Jesús nos resucitará a nosotros. Por eso no nos desanimamos. Aunque nuestra
condición física se vaya deshaciendo, nuestro interior se renueva día a día” (2
Cor 4, 14s). De esta manera debemos recordar aquellas palabras de Jesús: “Yo
soy la resurrección y la vida. El que cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá, y
el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11, 25s).
Al final de la oración no debemos
olvidarnos de darle gracias a Dios Padre por las gracias recibidas, por su luz
y por su fuerza, y a la vez pedir perdón por tantas veces como he cerrado el
oído para no escuchar sus palabras de salvación.